Miguel Álvarez Huidobro. En todos los trabajos, la veteranía es un grado. También lo era en el cuerpo del Magisterio Nacional en la España franquista. Los recién llegados tenían que conformarse con aquellos destinos que los más veteranos, quienes habían acumulado puntos por antigüedad, descartaban. De este modo, tras unos años de destinos provisionales, la familia descubrió que los siguientes años de su vida los tendrían que pasar en un pequeño pueblo del que poco o nada conocían. A 25 kilómetros de Bilbao, comunicado por la línea de tren de los entonces llamados Ferrocarriles Vascongados, entre Amorebieta y Durango se halla Euba.
Administrativamente pertenece al municipio zornotzarra, aunque sus habitantes basculaban entre ambas poblaciones para las compras y servicios. Hoy puede parecernos que 25 kilómetros no son nada, pero en 1967 para una familia que nunca poseyó un coche y siempre dependió del transporte público, fue un cambio tan radical como emigrar a América. Pasaron de vivir en una ciudad que ya sobrepasaba los 50.000 habitantes a un pequeño núcleo rural de no más de 500. "En cuanto supimos que el sitio al que nos mandaban era Euba fuimos a hablar con el anterior maestro, un gallego; y allí conocimos la nueva escuela que habían construido, donde también estaba la vivienda para el maestro".
Pero el traslado trajo consigo un cambio incluso mayor. Portugalete y toda el área industrial de Bizkaia eran ya una zona mayoritariamente castellanoparlante. Euba, sin embargo, seguía siendo, a pesar de todas las prohibiciones y represiones, un entorno casi exclusivamente euskaldun. Juan Antonio siempre hacía mención a cómo, cuando llegaron allí, apenas había familias erdaldunes en Euba. Fue así que se toparía con aquella lengua "rara y poderosa" de la que años más tarde hablaría Iban Zaldua.
Pronto comprobaría las dificultades de una situación de la que no le habían advertido y para la que no estaba preparado. La escuela del franquismo, con sus ritos y prácticas, no recogía en su seno la existencia de una lengua en este caso, además, tan diferente a la nacional. El lenguaje para la enseñanza en las aulas era y debía ser el castellano, idioma que los alumnos que ya tenían unos años de escolarización podían manejar con cierta soltura; pero no así los niños de párvulos que llegaban por primera vez a la escuela, quienes en su gran mayoría tenían poco o ningún dominio de dicho idioma. "Eran los niños de cinco años que llegaban a la escuela sabiendo solo euskera. Les hablaba y no me podía hacer entender". Era necesario, por lo tanto, implementar estrategias para la comunicación. Y para ello había dos vías: la fácil, que pasaba por la imposición y el castigo, y la posibilista. Los niños, en la escuela, iban a aprender castellano, pero mientras eso ocurriera había que establecer un término medio, y eso pasaba por que el profesor se acercara, de un modo a otro, a la lengua de sus alumnos, al euskara.
Recuerda Juan Antonio que al principio usaba a los alumnos veteranos en la escuela unitaria (donde convivían en el mismo aula alumnos de todos los niveles) como intérpretes improvisados. "Díle a José que venga". Y a renglón seguido oía cómo gritaba: "Jose, maisuak etorteko!". Atando cabos, pues no disponía ni de diccionarios ni de guías gramaticales, un día se atrevió a pedir lo mismo, pero intentándolo con palabras en euskara. "Jose etorteko". Funcionó. Pero la cosa no podía quedarse aquí. "Tomé el tren y me fui a Bilbao para ver si encontraba algún libro donde pudiera aprender euskara".
En una librería encontró uno con un sugestivo título: Método de iniciación al estudio del euskera, publicado por una asociación llamada Euskerazaleak, donde se prometía aprender lo básico del idioma en poco tiempo. No voy a entrar aquí en discusiones sobre los debates -no solo lingüísticos sino también políticos- que desde 1968 se estaban suscitando entre los euskaltzales en torno a la adopción de la lengua literaria común o batua y el papel de los euskalkis; más que nada, porque es algo de lo que en aquel momento nada sabía Juan Antonio. El libro incluía una gramática, un pequeño vocabulario y una guía de conversación en bizkaiera, y aquello bastaba para los objetivos de Juan Antonio: "en clase les pude comenzar entonces a decir cosas simples como etorri o etorrijezarri. Una primera barrera estaba rota.
No es mi intención contar aquí un cuento almibarado de rechazo y redención, porque no hubo ni lo uno antes ni lo otro después. La vida, simplemente, continuó: la familia creció con un nuevo miembro, se forjaron amistades, las enfermedades dieron algunos sustos. Aunque el mayor susto llegaría por el lado menos inesperado. Un día, un cartero improvisado entregó una carta en mano, entrega que se repitió unos días más tarde. No solo Juan Antonio, todos los maestros de los pueblos de alrededor habían recibido la misma carta, acusándoles de ser colaboradores de la represión cultural. "Era una amenaza en la que advertían que podía pasarme algo a mí y a mi familia, por lo que tuve miedo y me fui con mi esposa y mis hijos a Bilbao". Allí, en la Delegación de Educación, los tranquilizaron y regresaron. "Conocíamos a la persona que había entregado la carta, era el hijo de una vecina". Pero optaron por no decir ni hacer nada.
Aquel día, imperceptiblemente, cambiaron algunas cosas en la vida de Juan Antonio en Euba. Pero si algo había quedado claro es que ser "maestro nacional" no significaba tener prejuicios ni actuar -como había quien pensaba y le decía que esa era su función- contra un idioma que, a partir de entonces, varios de sus amigos se empeñaron en que aprendiera. Juan Antonio recuerda cómo, por ejemplo, "me dijeron que no me dejarían pagar ninguna ronda en el bar de Jesusa" (que era a la vez tienda) "hasta que no pidiera la consumición en euskera". Y fue así que un día se lanzó a decir un "txanda hau neri". No parecerá una gran cosa, pero parafraseando a lo que dijo Etxepare, quizá podría ser un motivo para pensar que "debile principium melior fortuna sequatur" ("que a este humilde principio siga un mayor despliegue").
Pero en 1973 la Delegación de Educación decidió cerrar las escuelas unitarias de los diferentes barrios zornotzarras y concentrar a todo el alumnado en un solo colegio en Amorebieta. Fue entonces cuando la familia, calibrando las opciones, optó por dejar Euba y pedir una plaza en Portugalete. Y fue entonces, paradójicamente, cuando se forjó el recuerdo más emotivo que conservarían de allí. A finales de aquel año una nueva enfermedad, esta vez sí, dio un susto de verdad: Juan Antonio debía someterse a una operación grave en Barcelona, con un coste elevado que no podía pagar. Llegaron entonces los ecos de la necesidad a Euba y en unos días recibió una llamada para ofrecerles el dinero que necesitaban. "Me llamó Jesusa para decir que en la parroquia [que llevaban los Pasionistas en Orue] habían hecho una colecta por Navidad y que la habían dedicado toda para entregárnosla". Aún se le corta la voz cuando recuerda, agradecido, aquellos momentos y aquel gesto.
De vuelta en Portugalete, el euskera siguió presente en su vida. Más tarde entrarían otros libros en casa, como el Euskera, hire laguna de Patxi Altuna, y ya en plena transición, el método Euskalduntzen, en euskara batua, de la mano de los cursos que comenzaron a ofrecerse a los maestros en los comienzos de la euskaldunización de la escuela pública. A pesar de todo, quizá por haberle llegado la oportunidad demasiado tarde, nunca llegaría a dominar el euskera, pero sus hijos sí, y sus nietos estudiaron en ese idioma y le llamaron, desde pequeños, "aitite". "Nunca habría pensado, de joven, que cuando tuviera nietos no me llamarían abuelo. Pero así son las cosas".
Aquel maestro, como quizá ya hayan adivinado, era mi abuelo. Mejor dicho, mi aitite.
Miguel Álvarez Huidobro estudia 4º curso de Relaciones Internacionales en la Universidad de Deusto.