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La Compañía de Jesús por los mares (El Diario Vasco-n)

2025/01/14

San Francisco Javier y los jesuitas: una historia de fe y travesías marítimas

Lotura: El Diario Vasco

Xabier Alberdi Lonbide. El pasado 3 de diciembre hemos celebrado el día de San Francisco Xabier, o Javier, santo patrón de Navarra, fallecido en ese día del año 1552 en la isla de Shangchuan (China). Existe la tradición de que sus últimas palabras las expresó en euskera, motivo por el que el 3 de diciembre fue designado, también, Día Internacional del Euskera.

Las aventuras marítimas de Xabier y de los Loiola

Nació en 1506 en el castillo de Javier, en el seno de una familia adscrita al bando agramontés en el complejo contexto de la Guerra Civil de Navarra que desencadenó la conquista del reino por parte de las tropas castellano-aragonesas, aliadas del bando beaumontés, en 1512, y su posterior fraccionamiento en 1530 entre un sector, la Baja Navarra, en el que continuaría reinando la dinastía de Albret, y otro, la Alta Navarra, que acabaría ligado a la corona castellana. Mientras sus hermanos intervenían directamente en las operaciones militares, Francisco optó por la carrera eclesiástica, yendo a estudiar en 1528 a la universidad de París. Allí trabó estrecha amistad con Íñigo de Loiola (Azpeitia, 1491) –futuro San Ignacio de Loiola-, vástago de un linaje guipuzcoano comprendido en el viejo bando oñacino, aliado a los beaumonteses navarros, y que en apoyo a estos cayó gravemente herido en 1521, en el transcurso de la Batalla de Pamplona, reñida contra las fuerzas partidarias a Enrique II de Navarra en las que militaban los hermanos de Francisco.

Ambos antiguos enemigos junto con otros pocos compañeros conformaron el embrión de la Compañía de Jesús. Finalizados en 1537 sus estudios, Íñigo y Francisco se trasladaron a Roma, donde el primero consagraría su vida a la labor de constitución y consolidación de la Compañía de Jesús hasta su fallecimiento en 1556. Francisco, por su parte, dirigió sus pasos a Lisboa desde donde zarpó en 1541 para emprender su enorme misión de evangelización de aquellas tierras. Recaló primero en Mozambique (1541-1542), para trasladarse en 1542 a la India, donde realizó decenas de viajes de evangelización. En 1545 se trasladó a Malaca (Indonesia) y en 1546 a la isla moluqueña de Ternate. Tras visitar diversas islas, en 1548 regresó a la India. En 1549 se trasladó a Japón, permaneciendo en el archipiélago hasta su regreso a la India en 1552. Dicho año emprendió su último viaje, esta vez, con destino en China donde falleció. Su enorme periplo prosiguió aún después de muerto, ya que su cadáver incorrupto sería trasladado a Malaca y, por fin, a la ciudad india de Goa, donde ha permanecido hasta la actualidad.

Esta increíble aventura oceánica realizada por el hijo de una de las localidades de Navarra a día de hoy más alejadas del mar, que desde la óptica actual resulta tan extraña, constituye, sin embargo, una seña de identidad de los jesuitas. La vocación viajera y, por tanto, marinera de la orden es un rasgo característico, como vemos, presente ya en la época constituyente de la Compañía. Un carácter heredado, quizás, del origen familiar de su fundador, quien tomó la decisión de reconducir su vida al servicio de Dios estando convaleciente en la casa de Loiola de las graves heridas sufridas en la Batalla de Pamplona, al mismo tiempo que su paisano Juan Sebastián Elkano emprendía desde las Molucas la Primera Vuelta al Mundo. Aunque para nuestros ojos cargados de presente Azpeitia parezca el paradigma de una localidad del interior de Gipuzkoa alejada del mar, los Loiola de aquel tiempo formaban parte de un linaje íntimamente ligado a las actividades marítimas que hacían del País Vasco uno de los grandes pilares de la política de expansión oceánica emprendida por la Monarquía Hispánica. Su madre, María Sánchez de Licona era natural de la villa portuaria de Ondarroa (Bizkaia), hija del doctor Martín García de Licona, jurisconsulto al servicio de Enrique IV de Castilla, miembros de un linaje que hizo fortuna en el mar. Tres de los hermanos mayores de Iñigo continuaron con la tradición marítima de sus antepasados: el primogénito, Juan Pérez de Loiola, falleció hacia 1496 en Nápoles, siendo capitán de una de las naos de la Armada de Vizcaya; el bachiller Beltrán de Loiola murió a inicios del siglo XVI también en la misma ciudad en el transcurso de las Guerras de Italia; y Hernando de Loiola falleció hacia 1516 en una expedición al Darién (Panamá).

Una Compañía de carácter oceánico

El carácter oceánico de la Compañía de Jesús se manifiesta en su política de expansión universal, en cuyo desempeño tuvieron que decir las actividades marítimas vascas. Basta recordar, por ejemplo, que en torno al 80% de las naos y galeones que a lo largo del siglo XVI navegaron al Nuevo Mundo desde Sevilla –sede del monopolio comercial con América- eran de construcción vasca. Cabe señalar la existencia entre la Compañía de Jesús y los comerciantes, armadores y hombres de negocios vascos de una relación simbiótica mediante la que ambas partes alcanzaban importantes ventajas. Los jesuitas, por ejemplo, se beneficiaron de los servicios de transporte ofrecidos gratuitamente por diversos negociantes vascos, en especial, para el traslado al Río de la Plata de padres jesuitas y mercancías de todo tipo necesarios en las misiones de la Provincia Jesuítica del Paraguay. Los vascos, por su parte, además del consuelo espiritual que alcanzarían por contribuir a la obra de Dios, se procuraban una importante protección para sus negocios. El apoyo de los jesuitas, en más de una ocasión, resultó fundamental para la consolidación del control impuesto por los comerciantes y administradores vascos sobre el tráfico de la plata del virreinato del Perú en el contexto de los conflictos que suscitaron a lo largo del siglo XVII sus oponentes. Es más, los servicios personales ofrecidos a la Compañía, frecuentemente, encubrían las prácticas ilícitas como el tráfico directo con América, sin la debida escala y pago de impuestos en Sevilla, o Cádiz que diversos negociantes vascos protagonizaban.

Indudablemente, las instituciones forales de las que disfrutaban los vascos constituyeron un factor clave para el éxito de sus negocios, en especial, el de las actividades consideradas fraudulentas por la Monarquía, pero desarrolladas al amparo de la libertad de comercio y navegación que la legislación foral de Gipuzkoa y Bizkaia reconocía a sus vecinos. De hecho, este marco foral benefició, también, al proceso de consolidación de la Compañía de Jesús, fundada por un hijo de la provincia de Gipuzkoa. Las Juntas Generales de la Provincia, es decir, el máximo órgano legislativo y gubernativo de Gipuzkoa, impulsó de lleno el proceso de canonización de San Ignacio y, por tanto, de consolidación de la Compañía de Jesús.

Las claves navarras y guipuzconas de la canonización de San Ignacio

Este proceso de canonización, que junto con el San Francisco Xabier concluyó en 1622, se produjo en un contexto de lucha de poder en el seno de la curia papal y el colegio cardenalicio. Un sector de los cardenales era favorable a incrementar la autoridad inquisitorial de la iglesia, en consonancia con el catolicismo combativo propugnado por Felipe II de España (1556-1598), verdadero adalid del catolicismo en las guerras contra las potencias protestantes de Europa. El otro sector, conocidos como «reformadores espirituales» propugnaban una iglesia más austera, piadosa y devocional, siendo los jesuitas uno de sus principales apoyos. En el plano político aspiraban potenciar la autonomía política de los Estados Pontificios, para cuyo fin debían eliminar el férreo control de la Monarquía Hispánica en Italia. El papa Clemente VIII (1592-1605) apoyó de lleno a este sector reformista y, a fin de minimizar la influencia española, procuró acercarse a Francia, otorgando el perdón a Enrique III de Navarra (1572-1610) y IV de Francia (1589-1610) que fue uno de los jefes del bando protestante (hugonote) en las Guerras de Religión y había abjurado de su fe para abrazar el catolicismo en 1593 a fin de ser coronado rey de Francia. Enrique IV precisaba del apoyo pontificio para consolidar su posición política y, en adelante, se transformó en el principal impulsor de la Compañía de Jesús y de la canonización de su fundador.

Felipe II, también, apoyaba su canonización, pero abogaba por un modelo de santo combativo contra la herejía, muy distinto al modelo de austeridad y piedad propugnado por el papado y apoyado por el monarca franco-navarro. De hecho, a fin de asegurar la extensión de la Compañía en los enormes territorios de la Monarquía Hispánica, la V Congregación General de la Compañía de Jesús de 1593 tuvo que aceptar el estatuto de limpieza de sangre en todas las provincias jesuitas comprendidas en dichos territorios. En suma, en adelante todos los jesuitas que sirviesen dentro de los dominios hispanos debían demostrar su «limpieza de sangre», es decir, que eran «cristianos viejos», sin antepasados no cristianos, ni herejes. Esta restricción atentaba seriamente contra los fundamentos de la propia Compañía que trataba de generar un clero autóctono allá donde desarrollase su labor evangelizadora.

La opción predominante en Roma era la apoyada por los reformadores, pero para evitar un conflicto abierto con la Monarquía Hispánica, la Compañía decidió retrasar el arranque definitivo del proceso de canonización de San Ignacio hasta el fallecimiento de Felipe II. Enrique III de Navarra y IV de Francia, que había ocupado el trono navarro tras el fallecimiento de su madre la reina Juana III (1555-1572), de la dinastía de Albret, fue uno de los mayores impulsores de la canonización de San Ignacio y de San Francisco Xabier. Este apoyo a su canonización comenzó en 1604 cuando el monarca franco-navarro escribió al papa diversas cartas en las que afirmaba que su apoyo se debía, entre otras razones, a que ambos santos eran navarros, naturales de territorios pertenecientes legítimamente a su reino y arrebatados por Castilla en distintos momentos: Xabier oriundo de la Alta Navarra, conquistada a principios del siglo XVI, y Loiola de Gipuzkoa, que corrió idéntica suerte en 1200.

Más allá de esta utilización de la reivindicación territorial sobre Gipuzkoa en el argumentario de Enrique III de Navarra y IV de Francia favorable a la canonización de ambos santos, cabe destacar el activo apoyo político ofrecido por la Provincia. Gipuzkoa deseaba una rápida conclusión del proceso de canonización de Ignacio, vital, no solo para engrandecer el honor y la nobleza de un territorio donde imperaba la hidalguía o nobleza universal de sus naturales, sino para consolidar la lucrativa relación de simbiosis con la Compañía. Este apoyo se hizo patente, sobre todo, en una cuestión muy crítica que afectaba muy seriamente a la definitiva consolidación de la orden jesuita, que, indudablemente, pasaba por elevar a los altares a su fundador. Nos referimos al estatuto de limpieza de sangre que la Compañía de Jesús se vio de nuevo obligada a aceptar en la VI Congregación General de la Compañía de 1608, y que afectaba a los jesuitas que debían desarrollar su ministerio en los territorios de la Monarquía Hispánica. Es un hecho muy poco conocido que las Juntas Generales de Gipuzkoa el 27 de abril de 1621 emitieron diversos decretos destinados a impulsar la canonización de San Ignacio. Entre esas medidas destaca el decreto que otorgaba la naturaleza de guipuzcoano a todos y cada uno de los miembros de la orden jesuita, sin distinción entre cristiano viejos y conversos. En aplicación de esta norma en adelante todos los jesuitas eran guipuzcoanos, categoría que por entonces equivalía a ser hidalgo y cristiano viejo. Reza así este decreto que invalidaba las restricciones impuestas a los jesuitas en los territorios de la Monarquía Hispánica:

«Lo quinto, que de oy en adelante esta Provincia, como patria y madre del glorioso patriarca San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, por respeto y reverencia a tal Santo hijo suyo, decreta aceptar a todos los religiosos de su religión por hijos suyos y como a tales en todo quanto se les ofreciere se les han de honrar y tratar con especial afecto y que en todos los negocios de fundaciones que se les ofrecieren ayudare esta Provincia en lo que fuere razón y justo.»

¿Sabrán los miembros de la Compañía que, además de abrazar sus constituciones redactadas por su santo fundador, son, en virtud de esta norma, paisanos, parientes, de Íñigo de Loiola?



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