Efe, Yakarta. En la actualidad es casi imposible encontrar a un joven en la superpoblada capital que conozca este deporte, sin embargo, en las décadas de los setenta y los ochenta, una iniciativa emprendedora española trajo a Indonesia la espectacular modalidad de cesta punta gracias al dinero de las apuestas.
Jóvenes vascos, atraídos por el amor a la pelota vasca, la aventura y los beneficios, comenzaron a emprender en 1971 el viaje en avión de hasta 3 días que les llevaba de la España de Franco a un desconocido país del sudeste asiático.
"Fue un choque en muchos sentidos además del cultural, la forma de actuar de esta gente, la tranquilidad que tenían. Cosas que para nosotros eran tabú en España", cuenta a Efe con nostalgia Juan Olaechea, uno de los pelotaris que se asentaron en Yakarta.
Por entonces, Indonesia se encontraba bajo el yugo del dictador Suharto -presidente entre 1967 hasta su caída en 1998- y la capital contaba con un población de unos tres millones de personas, casi cuatro veces menos que ahora.
Los rascacielos actuales eran por aquella época casas bajas rodeadas de bosques.
El "jai alai" en euskera o cesta punta, atraía a centenares de seguidores a la norteña zona recreativa de la playa de Ancol, la única que contaba entonces con opciones de ocio para los residentes de Yakarta, donde seguían los juegos con pasión.
"La cantidad de dinero que se jugaba de promedio a diario en aquel entonces pasaba de los 2 millones de pesetas" (12.020 de los actuales euros o al cambio unos 13.641 dólares), explica Olaechea, de 64 años y que ahora trabaja en la oficina comercial de la embajada española en Indonesia.
Junto a los sueldos, que comenzaban en 550 dólares fijos y superaban los mil dólares para la categoría más alta, alojamiento y manutención con cocinero español incluido, los pelotaris disfrutaban de una gran popularidad y admiración por parte de los aficionados.
Además, con los premios de los partidos, los jugadores podían doblar o triplicar sus ganancias.
"Éramos deportistas de elite, como un Ronaldo en el Madrid, la gente se mataba por llevarnos a sus casas e invitarnos a fiestas", apunta Olaechea, oriundo del valle de Atxondo en la provincia de Vizcaya.
Según el vasco, Yakarta era entonces más tolerante que ahora ya que "no se veía un velo ni de muestra", y la libertad sexual de las indonesias contrastaba con las costumbres conservadores de España.
Durante esos años, jóvenes locales como Erwin Noord, que tuvo a Olaechea como mentor, comenzaron a aprender en la adolescencia este deporte y llegaron a competir como profesionales.
"Quise empezar porque me gustaba, era un juego difícil, que jugaba poca gente porque era complicado y muchos tenían miedo porque era muy rápido", indica a Efe el indonesio.
Noord recuerda la camaradería y las salidas nocturnas que formaron amistades entre los indonesios y la treintena de vascos que competían en el frontón en un momento dorado del deporte, que también se jugaba en Estados Unidos y otros países asiáticos.
Según Olaechea, el primer frontón que se abrió en la región fue el de Shanghái, que fue cerrado por el Partido Comunista de China, y después se abrieron otros en Manila y Cebú en Filipinas, Macao y Yakarta.
Sin embargo, en Indonesia el declive de la cesta punta llegó de golpe en 1981, antes que en otros lugares, cuando Suharto decidió prohibir las apuestas en todo el país bajo el pretexto de la moral religiosa.
"El cierre fue debido a factores políticos y no se pudo hacer nada", asegura resignado Noord, que había comenzado a competir como profesional un año antes.
Sin el dinero del juego, los empresarios no pudieron asumir los gastos y este deporte comenzó a olvidarse, mientras que al poco tiempo el frontón de Yakarta se convirtió en el entonces club nocturno más grande del sudeste asiático.
Olaechea, que al igual que otros pocos pelotaris decidió quedarse en Yakarta a pesar del cierre del frontón y después se casó con una indonesia, lamenta la situación general de la pelota, que considera "está hundida" y "se ha ido apagando".
"Me dio mucha pena porque a mí me gustaba el juego en sí, el ambiente no me gustaba mucho pero el juego me encantaba, era mi ilusión, era mi vida. Pero bueno, solté algunas lágrimas y la vida continúa", dice el pelotari con estoicismo.
Ricardo Pérez-Solero