Jon G. Aramburu. La Euskal Etxea de Caracas se levanta en un barrio que le dicen El Paraíso, por mucho que lo sobrevuele una autovía descomunal y quede a un tiro de piedra de la Cota 905, un cerro -como llaman aquí a las favelas- considerado de los más peligrosos del distrito capitalino. El hogar se fundó en 1941, cuando los aitites de los mismos que ahora se bañan en la piscina cruzaron el Atlántico huyendo de la Guerra Civil, y la sede actual -le precedió otra en el centro- es la más grande del mundo después de la de San Francisco.
En la ciudad hay 600 familias vascas, de las que la mitad son socias. Jai Alai, cancha multiusos, un caserío de estilo vascofrancés, antaño una ikastola... Las cuotas de los socios apenas cubren el 40% del presupuesto, mientras que el resto está subvencionado por el Gobierno vasco. Por aquí han pasado desde Agirre y Leizaola hasta Amorebieta. Situada en medio de una ciudad de 10 millones de habitantes, a ratos brutal y capaz de encerrar todos los contrastes, es el oasis de quienes han decidido mantener sus raíces contra viento y marea, y a quienes la deriva de los acontecimientos no deja indiferentes.
Itziar Rodríguez y Seijó. Superviviente del bombardeo de Gernika: «Este país era el paraíso, es indignante lo que han hecho con él»
J.G.A. Itziar tenía dos añitos cuando el bombardeo de Gernika, «que me agarró en Erdikokale», y no emigró a Venezuela hasta los 19, con sus padres ya asentados en un país que les había abierto los brazos y lleno de oportunidades. «Aita había pasado por la cárcel y en la España de Franco no tenía forma de levantar cabeza». Todavía se acuerda de la Casa de Calle, «donde jugábamos a guardias y ladrones», del txitxiburduntzi y el morokil. Los comienzos nunca son fáciles e Itziar no fue una excepción a la regla. «Lloraba muchísimo y no quería salir de casa». Cinco meses pasaron hasta que acudió a la Euskal Etxea, sin otro consuelo que subir al cerro Ávila que domina Caracas, lo más parecido a las montañas de su tierra.
Pero fue empezar y ya no parar nunca. «Veníamos todos los jueves a ensayar con el coro 'Pizkunde', no importaba que fuera de noche porque la ciudad era segura». El clima de Caracas, su luz, la gente... «Y cómo hemos cambiado. Todo es más grosero y eso se nos ha ido contagiando. Ves la miseria tan terrible y te entran ganas de mandarlos a todos al coño su madre», masculla indignada. Y eso que Itziar, 84 años, tres de ellos lehendakari de la Euskal Etxea, no se puede quejar. Es jubilada de la Polar, la empresa que fue un emblema del país durante décadas, así que además de la pensión recibe dos cajas de alimentos y otras dos de cerveza... con las que da de comer a cuatro familias. «El mecánico no me cobra un centavo, la peluquera tampoco», desliza.
Pero el amago de sonrisa no tarda en desaparecer. «Es doloroso acabar viviendo de la caridad de los demás, se pierde hasta la vergüenza de pedir. Pero, ¿qué haces si tienes hijos?». Itziar vuelve cada año a Euskadi. Tres meses. «Para mí es un balón de oxígeno. Nunca pensé que fuera a tener una vejez tan preocupante, angustiada siempre por lo que veo a mi alrededor. En Gernika respiro, me siento en el Parque de los Pueblos de Europa y me basta con un libro. Oigo los pájaros, los patos, no necesito más nada». Antes del 7 de marzo, la fecha de su partida, oirá misa en la Euskal Etxea. Como Itziar, el padre Odriozola, jesuita, tampoco arroja la toalla.
Antonio Arriaga. Pediatra: «Vivimos no en una dictadura, sino entre delincuentes»
J.G.A. Antón no tiene ningún conflicto entre sentirse vasco o venezolano, «lo mismo me gustan las arepas que la porrusalda». Hijo de padre guerniqués y madre duranguesa, recuerda que «los bilbaínos nacemos donde nos da la gana» y afea la conducta a quien pone en cuestión sus orígenes por haber nacido en América. «Apunta. Soy Arriaga Agirre Gerrikaetxebarria Bernaola, ¿te sirve?» La de Antón es una historia que resume muy bien la de sus paisanos. «Mi ama nunca ha pensado en volver, y eso que lleva 70 años aquí y no ha perdido la 'z' marcada».
A este pediatra de 67 años, «jubilado, pero con dos trabajos», le duele lo que han hecho con este país, «el más rico del mundo, pero saqueado sin misericordia». Desde su atalaya en el hospital tiene una visión privilegiada de lo que ocurre a su alrededor. «Hay hambre, hay necesidad, no hay máquinas de diálisis ni tratamiento de quimio, la desnutrición infantil es bárbara...», enumera. «Este año se esperan millón y medio de casos de malaria, cuando esa era una enfermedad erradicada en los 40», desgrana como quien habla de las plagas bíblicas.
Pero Antón es optimista. «Saldremos de ésta, no me preguntes cuándo. El problema son los militares, más preocupados por proteger su estatus que por defender al país. Esto no es una dictadura, es una banda de delincuentes», explica mientras clasifica un envío de siete cajas de medicamentos que les ha llegado desde Bilbao gracias a la fundación Tierra de Gracia, formada por venezolanos residentes en Euskadi, y que luego se repartirán entre los más necesitados de la colonia vasca.
- ¿Y qué es lo que más echa de menos del País Vasco?
- Ir al caserío de la familia en Mañaria y que te digan en cuanto entras por la puerta: «Tú siéntate y come. Vino, chorizo...», enumera con los ojos entornados.
Ibane y Julen Azpiritxaga. Savia joven para la Euskal Etxea «No quiero un baño de sangre y menos por un carajo atornillado al poder»
J.G.A. Ibane, 23 años, es el presidente de la Euskal Etxea, su salón de juegos y el de su hermano Julen, 22, desde que ambos tienen memoria. Descienden de emigrantes de Algorta, Durango y Pasaia, localidad esta última donde Julen -el único de los dos que habla euskera- pasó año y medio después de que se metiera en aprietos por su condición de líder estudiantil y su madre le largara de vuelta «para evitar disgustos».
¿Cómo consigue un venezolano de segunda generación mantener las raíces a 7.100 kilómetros de distancia? «Mi padre era el perejil de todas las salsas. El que cocinaba, bailaba, presidía... lo hemos mamado toda la vida. La identidad vasca es muy marcada, y por supuesto que hemos tenido que superar clichés como el de terrorista o separatista. Pero estamos acostumbrados, venimos de una familia muy perseguida. Mi aitona era gudari en la Guerra Civil y, después de cumplir cárcel y de que le intercambiaran por unos italianos, cruzó el Atlántico en un vaporcito de 50 cv. para empezar una nueva vida y aquí trabajó de espía para la CIA». Eso, definitivamente, tiene que imprimir carácter.
Ahora, 70 años más tarde, Ibane y Julen muestran sus cautelas por la deriva del conflicto venezolano. El primero cree que el apoyo internacional a Guaido y el bloqueo económico a Maduro se va a traducir en una hambruna cuando el combustible empiece a escasear. «Esto es una olla en ebullición», resume. Julen, por su parte, tiene esperanzas. «Yo creo que este régimen sale, lo que está por ver es si por las buenas o por las malas. No quiero que haya derramamiento de sangre y menos aún por un carajo atornillado al poder».
Luis Trincando. Impresor y editor: «Yo he sido de la izquierda abertzale y me indigna que defienda a Maduro»
J.G.A. Luis Trincado no tiene pelos en la lengua y llama a las cosas por su nombre. A este bilbaíno de 60 años, nacido en la clínica del Doctor Usparitza, la vida le llevó a militar en la izquierda abertzale -donde coincidió con Victor Galarza y Sebastian Etxaniz, los dos repatriados por Chávez-, la misma contra la que ahora arremete por la defensa que esta hace del régimen de Maduro. «Me indigna que defiendan a un tipo que encarna todos los vicios: tortura, detenciones arbitrarias, masivas operaciones de limpieza, chantaje, contrabando, narcotráfico... los derechos humanos pisoteados» dispara como una ametralladora.
«No se puede decir que eres revolucionario y aguantar esta vaina», repite mientras clava los ojos. «Hay que tener poca vergüenza para llamar fascista a Guaidó o a cualquiera que luche aquí contra la dictadura». Luis es secretario general de organización del Partido La Causa Radical, fundado por sindicalistas en los años 70, trabajó de editor y creó una imprenta, aunque eso fue antes de que el país exigiera pagar con dólares el papel, la tinta o los repuestos. «Esta gente está expoliando Venezuela. Crudo, madera, metales... Arramblan con todo».
Luis no visita Bilbao desde 2001, cuando trajo a su madre. Si le preguntan qué echa más en falta responde sin dudar que «mi única religión, el Athletic, y a su profeta, San Mamés», desliza con una sonrisa, la primera de toda la entrevista, mientras alaba la labor en defensa en el partido ante el Barça y el debut de Kodro. Siente cierta añoranza de aquel Bilbao industrial, proletario, sucio y lleno de humo, pero confiesa su admiración «por cómo lo dejó Azkuna». «Me siento muy vasco, orgulloso de nuestra cultura y tradiciones. Pero yo elegí Venezuela y no me arrepiento». Y lanza un guiño. «Mi abuelo era suscriptor de EL CORREO. Jesús Trincado Agramonte. Pon eso».