Todas las historias de vida son valiosas. Muchas se escriben en la intimidad de la biografía personal. Otras cobran relevancia pública y terminan transformándose un poco en la historia de todos. Quizás esto ocurre con el testimonio de Carlos Alberto Miguelena, ex combatiente de Malvinas y presidente del Centro que nuclea a esos soldados pergaminenses que defendieron a la Patria en aquella guerra injusta. Malvinas se inscribió en su destino por la decisión arbitraria de los líderes de turno de dos países que, aferrados a la idea de que el combate era el único instrumento que tenían para mantenerse en sus cargos, no midieron consecuencias de semejante atrocidad. Una tarde de junio, en la antesala de un nuevo aniversario del fin del conflicto bélico, abre las puertas de su casa para dialogar con LA OPINION. Está mirando el partido de River Plate. Baja el volumen y se dispone a una charla honesta. Tiene 62 años, nació el 7 de febrero de 1962 y creció en Ortiz Basualdo, en el campo, junto a su padre Alberto, su mamá Elba y su hermana Nora. También sus abuelos, Vicente y Ana María. "El campo era diferente, la gente vivía allí y todos éramos una gran familia".
Cursó los primeros años de la primaria en aulas que funcionaban en el ferrocarril, mientras se construía la Escuela N° 57, donde cursó los grados superiores.
El secundario lo hizo en la Escuela Nacional de Comercio. Viajaba a Pergamino en el Pullman General Belgrano. "Almorzaba en la casa de una familia, iba al colegio y cuando salía, corría hasta la vieja terminal para no perder el micro", relata. Y prosigue: "Fue muy impactante para mí salir de una escuela de campo con siete grados a cargo de dos maestras y llegar al Comercial con once materias". Conserva un recuerdo inolvidable de sus compañeros de primaria y secundaria y de sus vivencias de juventud en Fedra.
El servicio militar
A menudo las historias del servicio militar se cuentan como una anécdota. En la vida de Carlos, ese paso por la conscripción significó mucho más. "Llegué a Malvinas casi como consecuencia del sorteo del servicio militar", refiere y recuerda que, en ese tiempo, el país se paraba para seguir el sorteo de la lotería nacional por la radio. Le tocó el 997. Al año siguiente hizo la revisación médica en San Nicolás y se estampó en su documento el sello: "Apto A", lo que significaba que estaba habilitado para la conscripción. Fue convocado al distrito militar Junín, viajó en el mismo colectivo que durante tantos años lo había llevado hasta su casa al salir de la escuela. Le cortaron el pelo y cuando quiso acordar estaba a bordo de un largo tren rumbo a la base naval Puerto Belgrano. Recuerda que al emprender el viaje cerraron todas las ventanillas, y en el trayecto de 17 horas ya no pudo ver nada más del exterior. "Bajamos en Campo Sarmiento, un lugar de adiestramiento, tuvimos dos meses de entrenamiento y luego nos dieron un destino. Yo opté por realizar un curso de radio telefonista en el cuartel base. Lo que no sabía es que al aprobar el examen teníamos que ir a un buque", relata. Y continúa: "Al día siguiente de rendir, me enfermé de varicela, me llevaron al Hospital Naval. Dos días después un compañero me visitó para decirme que había aprobado el examen y que me había tocado embarcar en el Crucero General Belgrano, pero como el buque tenía que salir a navegar y yo estaba convaleciente, habían designado a otro compañero en mi lugar".
Reconoce que en ese momento esa decisión fortuita no le significó nada. "No tenía la más pálida idea de lo que iba a pasar en el futuro. Hasta ahí nosotros sólo estábamos haciendo el servicio militar".
El inicio de la guerra
La guerra de Malvinas se desató unos meses después. "Estaba haciendo entrenamiento, viendo cosas que pensaba iban a servir solo de anécdotas como las que me había contado mi viejo o mi primo", refiere. Salieron a navegar diez días y al regresar le tocaba un franco. El 26 de marzo de 1982, con la alegría de estar llegando a puerto, observaron situaciones que no eran las habituales. Se habían suspendido los francos e interrumpido la única línea de teléfono que los comunicaba con sus familias. "Todo era inusual, no nos dejaron llegar a tierra y quedamos incomunicados. El buque se cargó de provisiones y nos pidieron descartar cualquier material inflamable. Eramos 1500 los que estábamos embarcados y sin conocer el motivo, el 28 de marzo volvimos a zarpar, hacia el sur. Recién el 31 de marzo por alto parlante nos informaron que la Junta Militar había decidido tomar las islas Malvinas para recuperarlas y que nosotros éramos parte de esa fuerza".
Confiesa que la primera sensación fue de una emoción intensa: "Desde chicos sabíamos que esas islas eran nuestras, que habían sido robadas por los ingleses. No sabíamos bien donde estaban, pero nos pertenecían y nos sentíamos convocados a recuperarlas. Ser parte de esa gesta, era emocionante. Te hacías protagonista de esa historia".
Recuerda como si fuera hoy que hubo euforia y gritos de "Viva la Patria". Eso duró poco. Fiel a su esencia de analizar las cosas, Carlos comenzó a sentir que lo que iba a ocurrir no sería fácil. Pensaba que los ingleses no se iban a quedar quietos. No había información y no se podía preguntar. Era solo el "boca a boca" que nunca se equivocaba. "El 2 de abril se hizo el desembarco en Malvinas y ahí empezó la historia conocida".
El relato de lo imborrable
Carlos recrea cada día de la guerra con la precisión de aquellas cosas imborrables. Comenta que, desde el portaaviones en el que estaba, los aviones aterrizaban en Malvinas y los helicópteros llevaban todo tipo de elementos. Para quienes como él estaban en el océano, la principal amenaza fueron los submarinos porque no tenían como detectarlos. "En todo momento estábamos en alerta, esperando el impacto porque nuestros buques eran viejos no tenían sonares. Teníamos que navegar siempre escoltados".
Considera que el "lo más duro de la guerra" fue el hundimiento del General Belgrano. "El peor día fue el 1° de mayo. Desde el portaviones se iba a hacer un ataque a la fuerza inglesa, por el norte, y por el sur iba a ir el Crucero General Belgrano. No logramos salir ese día, los aviones eran viejos y no podían operar de noche. Tuvimos que esperar en el océano, quietos, con lo que significaba estar quietos en la guerra, con submarinos que nos estaban buscando. Al otro día, cuando llegó la orden, no había viento suficiente. Un avión ingles detectó a través del radar imágenes del portaviones 25 de Mayo, y ahí comenzó la tarea de tratar de zafar. El portaviones por el norte, y el Belgrano por el sur que, aunque salió de la zona de exclusión, fue atacado. Bastó solo una orden inglesa, tres torpedos, dos que impactaron en el buque, y 323 caídos".
El relato es tan atroz como conmovedor. La nómina de víctimas y sobrevivientes que llegaba por teletipo fue la primera información que recibieron. "Fue la tragedia más grande de la guerra. Ahí teníamos conocidos, gente con la que habíamos compartido esos dos primeros meses de entrenamiento. Fue el golpe emocional más fuerte, y el que despertó a todos los argentinos", expresa. Entiende que "fue la confirmación de que los ingleses venían por todo, y así fue". Todo lo demás son relatos de supervivencia: "Después del hundimiento seguimos estando en el mar, a pesar de que ya sabían que éramos una presa fácil".
El regreso a casa
Tan cruel como la guerra, fue la salida de ese horror. Lo único reconfortante fue la valentía con la que todos asumieron esa gesta y el afecto que les llegó a través de cartas. "En mi caso las recibí al tocar tierra. Las conservo como un tesoro", resalta. Y las muestra. Lo que exhiben por un lado es el amor incondicional de los suyos, y por el otro, el desprecio con el que la Armada manejó esos gestos. Estaban abiertas, acompañadas por un sello que aún conservan y que reza la leyenda: "Censura Naval Argentina".
"Se tomaban el trabajo de abrirlas, leerlas, y tachar lo que consideraban bajaba la autoestima del soldado", refiere Carlos, con un tono que aún conserva la indignación. "Guardo también un sobre con cartas que una maestra les hizo escribir a alumnos de cuarto grado. Algún día haré algo con esas cartas y con esos niños, hoy adultos", menciona, emocionado.
"Nos tuvieron hasta el mes de agosto adoctrinándonos, para que no habláramos y nos dieron la baja, advirtiéndonos que seguíamos 'bajo el estricto régimen de justicia militar'. Nos vinimos a dedo, cada cual con sus tormentos y llegamos en la oscuridad de la noche", señala.
Entonces, la vida empezó de nuevo y no fue fácil. La sociedad los miraba de reojo y lejos de ser valorados, se transformaron en "los loquitos de la guerra" que tuvieron que "mendigar" por sus derechos. "Hoy eso cambió, pero tuvieron que pasar más de cuarenta años".
Una historia guardada
Afirma que, durante mucho tiempo, la historia de Malvinas quedó guardada. La posibilidad de sanar cada uno la fue encontrando en su entorno. "A los que teníamos familia, se nos hizo más fácil, pero no todos corrieron la misma suerte. Es imposible vivir si eso que quedó atrapado adentro, no encuentra un cauce", reflexiona.
"Yo tuve una familia y amigos incondicionales. Pero recién pude volver abrir esta historia de Malvinas cuando tuve a mis hijos. Fueron sus preguntas las que me interpelaron", cuenta y admite que fue sanador hablar y nuclearse con otros. "Me incorporé al Centro de Excombatientes en 1999. Somos 18 pergaminenses los que fuimos a la guerra, dos de ellos, Silva y Patrone, no regresaron. Todo lo que hacemos, es por ellos, para que no queden en el olvido en un país que se olvida todo".
Su vida hoy
En 1989 se casó con Ethel, a quien había conocido en el secundario. Ese amor lo acompañó en la guerra y se transformó en su familia. Es papá de Valentina (32) y Fermín (30). En la actualidad preside el Centro de Excombatientes de Malvinas, además es parte de la comunidad del Centro Vasco Lagun Onak de Pergamino y de la Federación de Entidades Vasco Argentinas.
Trabajó en varias empresas y en un estudio contable. Actualmente, ya jubilado, se dedica a producir miel. "La apicultura fue el psicólogo que no tuve. Meterme en la colmena es evadirme del mundo y ver como las abejas trabajan a la perfección, se entienden y colaboran para hacer algo beneficioso para el medioambiente".
Es resiliente, solidario y defensor de las causas justas. Ama vivir. Piensa escribir un libro y volver a Malvinas. Siente que estar en Darwin será un acto de justicia. Es, ante todo, alguien que mira hacia adelante. Sin embargo, tiene en su pasado un legado, quizás el de seguir generando conciencia para que jamás vuelva a cometerse el error absurdo de la guerra.