Carlos Crespo. No hay en la cocina código ni concepto que en estos últimos 25 años no haya merecido la reinterpretación, cuando no la reinvención, por parte de Andoni Aduriz. Investigador incansable a la procura siempre de sus propios límites, el cocinero guipuzcoano entiende cada plato como un desafío. Propio y para quien lo recibe.
—En ocasiones ha puesto el símil del cocinero como funambulista, alguien que trabaja siempre en la cuerda floja. En su caso, con red o sin ella?
—Sin red, sin red. Yo a la gente le trato de explicar que el ingrediente más valioso de lo que nosotros ofrecemos es la sinceridad, lo genuino. A veces se me va la pinza y digo que a algún cliente tengo que salvarlo de sí mismo. Pero es que venimos de una realidad en la que el cliente tenía siempre la razón porque en hostelería todo era servilismo. Y de Mugaritz, después de 25 años, la gente ya debería saber que somos un restaurante costoso y raro. Que no regalamos nada y que no lo ponemos fácil. Pero lo hacemos así como gesto de amor.
—No es amigo de las complacencias.
—Hay grandes restaurantes que son fábricas de complacencia. Sabes cómo vas a empezar, como vas a terminar y vas a comer maravillosamente bien. Pero también hay otros lugares en los que decimos «aquí no vengas solo a comer. Ven a que te mostremos nuestra manera de estar en la gastronomía». Si los restaurantes siempre fueron espacios de certezas, Mugaritz es un espectáculo de jazz. Te vamos a dinamitar todos los códigos que tú tenías. Ese es el pacto. Aquí no va a haber un plato de pescado, aquí habrá un desafío técnico. No va a haber un plato de verdura. Habrá un romance o un poema.
—¿El sabor está sobrevalorado?
—Esto es muy cachondo. En el momento que me empezaron a llamar insípido, yo creé la teoría de la insipidez y dije «¿qué es la insipidez en una cultura que ha hecho bandera de cosas insípidas?». En Guipúzcoa nos encantan los guisantes lágrima. O las angulas. O una merluza fresca, que se va casi al dulce. Pues bien, cualquiera de esos productos son más textura que sabor. Y pongo un ejemplo. Si para alguien es más importante el sabor que la textura, que coja una lata de un kilo de caviar, la pase por la batidora y se haga un puré. El sabor lo va a mantener pero perderá la textura de esas bolitas que estallan en la boca. Tengo muchos argumentos para justificar que en mi cocina es más importante la textura que el sabor.
—Nunca ha dudado en replantear normas sociales y prejuicios. ¿Cuáles son los que más le irritan?
—Yo vengo de un mundo en el que primero se le daba la carta a los hombres y luego a las mujeres. Y la de las mujeres, sin precio. Venimos de un mundo aristocrático con una serie de formalismos que nadie ha discutido. Como poner tantos cubiertos, servir obligatoriamente por la derecha... Cosas que no tienen ningún sentido ni aportan nada. Así que todo ese mundo y esos códigos, nosotros los fuimos quebrando. Nosotros, por ejemplo, dejamos la mesa desnuda porque la entendemos como un lienzo en blanco sobre el que pintar una experiencia.
—Alguna vez se ha definido como «un rebelde tras los fogones». Después de 25 años, ¿mantiene ese espíritu de rebeldía?
—A mí me encantaría decir que me he reinsertado, pero viendo cada día como está el mundo, no puedo dejar de revolverme, ni de expresar mi opinión. Yo no soy nada polémico, soy una persona que huye de los líos. Pero hay algo en mí que aún pesa más que no tener un conflicto, que es enfrentarme a la injusticia. Y lo hago desde mi trinchera.
—Pues para no ser polémico la lio parda con «Origen», el plato que simulaba un feto.
—Con ese tema me rebelo mucho porque no estoy dispuesto a entregar mi relato y que se imponga solamente una visión. Yo soy muy respetuoso con las creencias de todo el mundo. No trato de ofender a nadie pero también hay que recordarle a la gente que si yo en un plato de Mugaritz hiciera una suerte de ritual en el que le doy a la gente a comer el cuerpo de alguien y de beber, su sangre, pues seguramente me lincharían. Y esa gente que tanto se enfadó por Origen, lo hace todos los domingos. Donde yo veía belleza y vida, ellos veían muerte. Imagínate lo absurdo que fue todo que se recogieron firmas para que retirase ese plato un restaurante que estaba cerrado, que no tiene carta y que nunca lo había servido al público, porque se trató solo de un ejercicio creativo en el ámbito experimental. Pero bueno, la verdad es que la lié parda, sí.
—Hablemos de Galicia. ¿Qué bondades y qué deberes tiene la cocina gallega?
—Galicia se está manejando muy bien en ese territorio donde con mucho orgullo se preservan las tradiciones. Pero, por otro lado, percibo que hay mucha gente interesada en explorar. Y que convivan ambos mundos es lo más adecuado. Sinceramente lo digo, creo que, desde el punto de vista gastronómico, Galicia está de moda. Hay un pulsión y tiene un latir muy interesante.
—Y usted, que es un dinamitador de tabúes, ¿cuál cree que es el que le queda por romper a la cocina gallega?
—A ver si soy capaz de contarlo bien. En el País Vasco pasa una cosa fantástica. Y es que cuando viene un cliente a Mugaritz en un taxi, el taxista le habla maravillas del restaurante. Los vascos, sobre todo cuando van fuera, hablan de sus restaurantes con el mismo orgullo que de un monumento. Forman parte de su paisaje emocional. El éxito de la cocina vasca se consolidó en el momento en que la sociedad lo tomó como algo propio. Yo sé que presume de Mugaritz mucha gente que no va a venir a comer aquí en su vida. Me envían clientes personas que no han venido ni vendrán nunca, pero consideran que ya somos parte de ese intangible que conforma su cultura. En el momento en el que la sociedad gallega entienda que la nueva cocina es suya, ya está. Ese será el último tabú.
—Este año fue uno de los cocineros que participó en el PortAmérica. ¿Cómo fue la experiencia?
—Yo nunca había ido a festivales. Me he pasado toda mi vida trabajando. Las cosas que la gente hace con 20 años, yo las estoy haciendo a los 50 [se ríe]. Así que para mí era todo un poco exótico. Pero, por otro lado, me pareció vibrante y que la cocina coge una dimensión diferente. Además Portamérica nos permite encontrarnos con colegas que vienen de todo el mundo. Es brutal. Es muy especial lo que pasa allí. Ya le dije a Pepe [Solla]: «Me da igual que me invites o no, yo voy a volver».
—El nombre del restaurante, Mugaritz, hace referencia a las fronteras. ¿Dónde sitúa Andoni Aduriz las suyas? O, como dice Tanxugueiras, «ez dago mugarik» («non hai fronteiras»)?
—Siempre hay fronteras. Yo las concibo como horizontes. En el momento que la cruzas, aparece otra al fondo. Es como algo que te empuja al límite de ti mismo. Las fronteras tienen mucha poética. En los lugares de confluencias siempre pasan cosas interesantes.
—Insiste mucho en que es trascendental abrir primero la mente para abrir después la boca.
—Sí, sí. Para comer y para vivir. Cuando alguien me dice que no quiere probar más cosas, que ya sabe lo que le gusta, o que no quiere conocer más gente, que ya tiene todos los amigos que necesita, o que no quiere viajar porque ya conoce todos los lugares que quería, siempre pienso «qué pena». Porque si lo plantearas desde la perspectiva de que quizá tu plato favorito aún no lo has probado, que tu mejor amigo aún no lo has encontrado, que la canción que más te guste todavía no se ha compuesto... Si te plantearas el mundo desde una mirada y una mente mucho más abierta, la vida cogería mucho más color. Por eso abrir la mente no es solo bueno para la cocina. Es bueno para la vida.
—Me decía antes que los restaurantes están llenos de certezas. A Andoni Aduriz ¿es dudar el verbo que más te seduce?
—Buscar es lo que más me seduce. Yo soy una persona curiosa por naturaleza. Y cuando eres curioso te pasas la vida haciéndote preguntas. Aunque a veces sean inoportunas.
—También le escuchado decir que no tenemos memoria. No sé si eso es bueno o malo para un cocinero como usted.
—En realidad, somos memoria. A lo largo de la vida vamos construyendo una historia que suele tener más que ver con lo que nos hubiese gustado que fuera que con lo que realmente ha sido. Vamos ahormando los hechos para que se ajusten a nuestras expectativas. Entonces, claro, por el camino te vas dejando muchas cosas. En la gastronomía, también. Pero yo tampoco sé si es bueno o es malo. Sencillamente, es lo que pasa.