Maite Redondo. Confiesa Alicia Amatriain (Donostia, 1980) que cuando recibió el email notificándole que era candidata al Premio Benois de la Danse, que se otorga cada año en el legendario teatro de Bolshoi, estuvo a punto de borrarlo. “No lo vi hasta tres días más tarde y cuando lo abrí, me llevé una gran sorpresa. No solo me invitaban a la celebración, sino que también estaba nominada, fue un shock. No me lo creía”, recuerda riéndose esta estrella vasca del ballet.
Alicia Amatriain es la segunda bailarina vasca que recibe este prestigioso galardón, tras Lucía Lacarra en 2003. Aquella niña de 14 años que llegó a la escuela de Stuttgart sin saber ni una palabra de alemán, pero que bailaba como un cisne, es ahora la estrella de la compañía de la ciudad y una de las mejores bailarinas del mundo, según ha determinado el jurado de este prestigioso premio, máxima distinción en el mundo del ballet.
Amatriain, que lleva más de veinte años vinculada a la Ópera de Stuttgart, ya consiguió el pasado año dos premios importantes en Alemania: el Fausto y el Kammertänzerin.
Cuando cogió la maleta y se fue a Stuttgart, ¿ya soñaba con conseguir un Oscar de la danza?
-Tengo que confesar que no. Aquella niña ni siquiera hubiera imaginado que iba a llegar donde ahora está. Este premio ha sido una gran sorpresa; sinceramente, no me lo esperaba. Estoy feliz.
¿Ha sido un camino difícil?
-Ha sido un camino lleno de sorpresas y también de mucho trabajo, pero siempre digo que no cambiaría nada de lo que me ha ocurrido hasta ahora, ni siquiera los malos momentos que he tenido. Cada uno de ellos me ha enseñado, me ha dado algo y me ha hecho como soy, como persona y como bailarina.
Le deben de gustar los riesgos porque en la entrega de los premios eligió para bailar la escena de la violación de Blanche Dubois en ‘Un tranvía llamado deseo’.
-Ha sido uno de los papeles por los que fui seleccionada para el Benois, junto con el Diablo en The soldier’s tale, dos creaciones muy intensas de John Neumeier. Era imposible bailar el Diablo por las dificultades que suponía llevarlo a escena: el maquillaje, el vestuario... Y optamos por Blanche Dubois, un papel que siempre había soñado con interpretar. Fue difícil, es un personaje complejo, un papel muy dramático, pero logré relacionarme totalmente con él entendiendo el drama de su protagonista. Este papel me ha dado la oportunidad de demostrar no solo mi técnica sino también mi parte dramática.
¿Marcará este premio un antes y un después en su vida?
-Para mí ha sido un momento muy feliz, pero sigo a lo mío. Al día siguiente, nada más llegar del viaje, regresé a la sala de ballet para ensayar la próxima función. Yo no me muevo por los premios. Prefiero que el público se ría o llore conmigo, que disfrute conmigo en los escenarios. Bailo para llevar un poco de felicidad a los espectadores.
Sea sincera, ¿no le da un poco de rabia que todo el mundo conozca los Oscar del cine y que el del ballet pase bastante desapercibido?
-Me consuela que los que están inmersos en este mundo conozcan lo que significa ganar un premio de estas características. El dinero que mueve Hollywood no lo mueve el ballet en ninguna parte del mundo.
¿Recuerda Alicia Amatriain cómo fue su primer contacto con el ballet, la primera vez que se puso las zapatillas de baile?
-Mi primer contacto con el ballet fue a los cuatro años, cuando mi madre, en lugar de apuntarme a gimnasia rítmica o a inglés, me apuntó a ballet. Y fue para mí un hobby muy bonito. A los ocho, entré en el Conservatorio de Donostia y allí estaba Peter Brown, que aparte de ser muy buen profesor, era, y sigue siendo, muy buena persona. Cuando cumplí los 14 años, tuve que tomar una decisión: si quería seguir en el ballet, tenía que irme. En Donostia no había posibilidad de seguir avanzando. Tengo que confesar que si no me hubieran dado la oportunidad de irme, no sé si me hubiera ido por mí misma. Tampoco era mi sueño llegar a ser primera bailarina, se ha ido convirtiendo poco a poco, con los años.
¿Fue una decisión difícil?
-En aquellos momentos fue más difícil para mi familia que para mí. Mi madre pensó que volvería al año, y ya ves, todavía estoy aquí. A mí se me ha hecho más difícil cada vez que pasan los años, he tenido que pagar un precio, me he perdido muchas cosas de familia. A medida que te vas haciendo mayor, te das cuenta de que echas cada vez más en falta tu casa, tu familia...
A los 14 años, ingresó en la Escuela de John Cranko y cuatro años más tarde, en el Ballet de Stuttgart. Desde entonces, ha ascendido por toda la jerarquía de la compañía, desde el cuerpo de baile hasta bailarina principal...
-Tuve suerte de llegar a principal muy pronto, tenía sólo 22 años. Hay muchas bailarinas que tardan más en llegar, depende de la compañía, del momento... Una exbailarina de esta compañía, una de las grandes, Birgit Keil, que me dio la beca para poder continuar estudiando, me dijo una día que hay que estar en el momento adecuado y en el sitio perfecto. Y creo que es verdad. Por supuesto, que en esta carrera hay mucho trabajo, mucha disciplina, pero también es muy importante la suerte.
¿Qué le ha aportado la compañía de Stuttgart?
-Es mi segunda familia. He crecido personalmente y profesionalmente en esta compañía, que tiene personalidad. La personalidad de los bailarines ha sido una característica del Ballet de Stuttgart, cada bailarín es una estrella, desde los principales, hasta el primer año del cuerpo de baile. Cada uno tiene su papel en la compañía. Siempre digo que la estrella es la compañía, no las personas.
Se ha subido a los principales escenarios de medio mundo, pero se prodiga poco por Euskadi. ¿Hay pocas posibilidades de bailar en casa?
-Creo que se podrían organizar más espectáculos de ballet y dar oportunidades a que los bailarines que estamos trabajando fuera podamos bailar en Euskadi, porque el público lo pide. Concretamente, he bailado una vez en el Kursaal, dos en el Victoria Eugenia y dos en el Euskalduna. Para todos los años que llevo bailando es muy poco. ¿En el futuro? No lo sé. Espero que haya más oportunidades.
Ha confesado que está muy dolida porque no le han dado la oportunidad de bailar en Donostia durante la Capitalidad cultural.
-Sí, así es; estoy bastante dolida. Yo soy donostiarra, soy vasca, y no puedo bailar en casa en el año de la Capitalidad, y eso ha sido una gran decepción. No quiero volver a restregarlo, pero duele, porque me hubiera gustado poder bailar ante mi familia, ante el público vasco, que me pudiera ver bailar uno de mis primeros profesores, Peter Brown, a quien le debo mucho... Pero así son las cosas.
¿Por qué cree que hay que defender el ballet?
-Porque el ballet, y en general la cultura, hace olvidar a la gente lo peor del mundo. El poder venir a un teatro, ver una ópera o un ballet, permite a las personas olvidarse de todo lo terrible que ocurre fuera. Es muy importante para conseguir que la gente sea un poquito feliz.
Cuando se retire, ¿tiene previsto volver a Donostia?
-Stuttgart me ha dado mucho, es mi casa desde que bailo, pero creo que en algún momento volveré, no sé si al País vasco o a España.
Cuando se apagan las luces del escenario, ¿cómo es Alicia Amatriain?
-Me gusta salir a cenar, al cine, al parque con mis amigos... Cuando puedo, y no estoy trabajando en el teatro, soy una persona completamente normal.