Punta del Indio, Argentina. La casa no tiene llave, cerraduras ni otras medidas de seguridad más que el laberíntico sendero de acceso que hay que atravesar hasta encontrar la cocina de adobe que hace unos años hicieron durante una minga con vecinos y amigos.
Para llegar a ese lugar, donde el sol se cuela entre las botellas de wisky, vino y licores que fueron especialmente mechadas en el barro a modo de ventiluces, hay que caminar por senderos desde donde se ven las habitaciones de este “hotel” tan especial que contactó por internet una pareja de vascos que desde hace dos semanas comparte la vida de Yajona y de Leo, amasando pan, haciendo radio en la 100.3 y bañándose en la ducha de paredes de lona con calentador a leña. Sus habitaciones no son otra cosa que carpas, esas naranjas de tela de avión.
Iñaki termina de cortar el zapallito verde que compartirán en el almuerzo; todos comen lo mismo, ya que cumplen con la norma establecida en el lugar: ser vegetariano. Dos gatitos minosos y atrevidos se trepan por los pies de Uma, que se ofrece servicial para limpiar la mesa mientras una gallina cruza corriendo de lado a lado la habitación, apurada por la perra que era de la calle pero ahora es de la casa.
Mientras Leo saluda a unos amigos que llegaron de visita, Yajona y sus rastas brasileñas preparan un mate con yerba orgánica. Uma e Iñaki aceptan con gusto el convite; su paso por Uruguay les dejó la costumbre rioplatense de tomar mate.
Uma, con sus 23 años, parece mucho más adulta. Iñaki, en tanto, lleva muy bien sus 25 con la barba pelirroja y los ojos azulgrises.
La pareja llegó desde el País Vasco; ella, De Castro Arrizola, nació y creció en el lado francés, en Hendaia; y él, Urzainki Aramburu, es de Irún, ciudad perteneciente a España. Pero hace un tiempo se encontraron cantando en el Coro de Irún, se pusieron de novios y decidieron viajar.
Él, recibido de físico en Bilbao, y ella de maestra de música en San Sebastián, comparten la destreza de la flauta traversa, y dejaron en Europa sus comodidades para vivir la aventura de viajar, pero no para acumular lugares, sino historias, gentes… “para conocer otras maneras de vivir, lo que te abre la cabeza”, explica ella, de corte a lo varón, preciosa de cara.
La huerta, el pan casero y las relaciones humanas que encontraron son lo que más les atrae. Y acá vieron mucho de comunidad, solidaridad, amistad, música (a la noche se arman zapadas con guitarras y folclore latinoamericano), y son felices. Aunque seguirán viaje a Córdoba, saben que se llevan una parte de Punta Indio con ellos.
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