Iñaki Galdos. Efectivamente, llegaron luego los Irizar, Mendizabal, Galdos, Biain, Garmendia, Iriondo, Oleaga, Lazkanoiturburu, Mallea y otros tantos, que dejaron una profunda huella. Patxi Anduaga, uno de los protagonistas, tiene contabilizadas 24 parroquias, un hospital y una cárcel como lugares de trabajo de este ejército de txantxikus y asimilados. Luego dicen que los oñatiarras somos cerrados.
En los noventa, parecía el ciclo finiquitado para siempre; pero emergió años más tarde una nueva hornada de lateranenses que volvieron a New York, esta vez desde la República Dominicana. Salvando las distancias, su empeño actual en los barrios se asemeja mucho al que entonces exhibieron sus antecesores vascos. Cuentan en Manhattan que difícilmente podían poseer los recién llegados mejor carta de presentación para su regreso, que el recuerdo de todos aquellos hombres que se volcaron sobre todo con las comunidades latinas, pero hablaban entre ellos un idioma raro cuando se reunían en una casa que les cedieron en el Bronx en agradecimiento a su labor.
Cierto es que parte de todo aquello ya está recogido en varios textos y en un buen archivo fotográfico, pero salgo de la ciudad convencido de que esta maravillosa historia debe ser completada, documentada, publicada. No hace falta ser creyente para entusiasmarse escuchando sus vivencias y anécdotas; conociendo sus obras; descubriendo su huella. La diáspora vasca en América también fue esta. Su recuerdo merece ser mantenido vivo.