Cynthia Martín. Biáñez emerge, a priori, como un pueblo más del Valle de Carranza, perteneciente a la comarca de Enkarterri (Vizcaya), la cual aglutina la mayor concentración de casas de indianos del País Vasco. Pero esta historia en concreto va más allá de mansiones y lujo, va de cómo un pueblo cambió por entero a la vuelta de uno de esos hijos pródigos.
Se llamaba Romualdo (14.04.1819 – 12.11.1899) y era de Biáñez, un pequeño pueblo del valle de Carranza. Hijo de un arriero pero con un floreciente negocio de transporte entre Laredo y Madrid, este joven de apellido Chávarri pondría rumbo a las Américas a sus tiernos 14 años para regresar convertido en uno de esos indianos cuyas casonas siguen embelleciendo la cornisa cantábrica.
Que sea en el norte donde predominen las casas de indianos no es casualidad. Y es que el término indiano hace referencia a ese emigrante trasatlántico, humilde pero alfabetizado, del siglo XIX e inicios del XX, que regresa de las colonias con una fortuna amasada de tal calibre que le permite pasar a ser parte de la alta burguesía en su España natal.
Y es que precisamente las provincias más alfabetizadas de España en ese siglo XIX eran aquellas recostadas junto al Mar Cantábrico, que con un 35% de su población analfabeta en 1860, se encontraban muy por delante del 88% que no sabía leer y escribir al sur del Duero, exceptuando la capital, Madrid.
Además, un importante movimiento migratorio previo hizo que la mayoría de los asturianos, montañeses y vascos poseyesen algún familiar lejano o conocido que había emigrado a América y podía engancharles en el negocio.
Dos factores claves que en el caso de Romualdo se concretaron en la posibilidad de formarse en Madrid y un nexo de conexión directo con Puerto Rico.
Se sabe que, a su llegada, Romualdo trabajó como dependiente de la mercería de Manuel Hernáiz del Corte, otro carranzano establecido en la capital de la antigua colonia. Con el tiempo se convirtió en socio del negocio y finalmente único propietario, atesorando la gran fortuna con la que regresó en 1874 con el comercio de textiles y el algodón.
Fue Madrid el destino que escogió para seguir aumentando su ya importante patrimonio, gracias a inversiones bursátiles e inmobiliarias. De su Carranza natal, sin embargo, no se olvidó nunca. Gran benefactor de la zona, acercarse a su pueblo natal es sinónimo de descubrir que la mitad de las construcciones, aún en pie, se hicieron con la fortuna de su hijo más pródigo, como una estatua aún recuerda a los pies de la iglesia.
BIÁÑEZ: TESTIMONIO VIVO INDIANO
Una actitud muy extendida entre los indianos fue el patrocinar obras en su pueblo natal. “Querían demostrar lo bien que les había ido, cosa que se ve en sus casonas, pero también en cómo ayudaron a introducir mejoras en sus lugares de origen”, cuenta Leyre Barreras, guía oficial y oriunda de Carranza.
“En el caso de Romualdo no fue así, pero en muchas aldeas de la zona se ahorraba dinero para que algún joven pudiese ir a las Américas a hacer fortuna con la idea de que algún día regresase y ayudase a los demás. Era un seguro el tener un indiano. Te aseguraba pasar de estar obsoleto a modernizado”, añade.
Para hacernos una idea de lo que este indiano regaló al pueblo que lo vio nacer, la iglesia, el cementerio, las escuelas y hasta la carretera fueron creadas con su dinero. Carretera por la que, como cuenta Leyre, “aún el camión sigue viniendo cada día dejando la leche en la puerta de los caseríos. Antes, bajar hasta la carretera general era la única posibilidad".
La fortuna Chávarri también creó algo que cambiaría el pueblo para siempre: el sistema de traída de aguas, con la consecuente fuente pública, abrevadero y lavadero que aún hoy miran impasibles el paso del tiempo.
Una curiosidad sobre el lavadero de Biáñez: fue el primero que se hizo en todo Carranza. Además, cuenta con una curiosa forma circular, facilitando la famosa función de mentidero, y está completamente cubierto para proteger a las mujeres, por ese entonces, de la mala climatología de la zona, nevadas incluidas.
Una mezcla de ego, presunción y de amor por ese sitio donde se seguía teniendo familiares y amigos de la infancia derivaron en la creación de mejoras como la que estamos hablando. Es más, Chávarri hasta logró que el ferrocarril Santander-Bilbao pasara por el valle de Carranza.
Como la historia tiene chicha, pasaremos a contarla. Porque seguía nuestro protagonista en la colonia cuando se enteró de que se estaba preparando en su Euskadi natal el desarrollo de esta línea, sin duda más que fructífera para aquellas poblaciones por las que fuese a pasar el tren. Casualidades de la vida, el que estaba al mando era Víctor Chávarri, pariente y también creador de los Altos Hornos de Vizcaya.
El parentesco no sirvió para llegar a un acuerdo de por dónde debía pasar el tren. Víctor buscaba dar protagonismo a la incipiente zona industrial costera mientras que Romualdo vio claro que esa oportunidad única no podía olvidarse de Carranza, zona que, al final, está en el punto medio entre Santander y Bilbao. Y, como bien dice Leyre, “el dinero no lo consigue todo pero facilita mucho”, nada menos que 10 millones de la época –siglo XIX, recordemos– permitieron al indiano hacerse accionista principal y dejar las discusiones familiares de lado.
En definitiva, que el tren pasó por donde él quiso. Y fue el Valle de Carranza, con apeadero incluido en su querido pueblo. “Los indianos solían levantar escuelas o reconstruir iglesias con su fortuna, alguno, como el Marqués de Valdecilla, levantaron incluso hospitales, pero no he encontrado ningún nombre que llegase a hacer algo a este nivel. Estamos hablando de que creó un transporte público para todo el valle”, señala Leire.
PEQUEÑO PERO CON DOS IGLESIAS
Se llevaría Chávarri beneficios con el ferrocarril, por supuesto, pero es innegable lo que supuso en su momento para esta zona rural, por cierto, aún poco explotada turísticamente pero con muchas joyas que mostrar.
Cuenta Leire que él, hombre religioso, ve desbaratar sus planes de entierro cuando surge un decreto que prohíbe ser enterrado bajo el altar. Ni corto ni perezoso, compra la iglesia parroquial del pueblo, San Andrés de Biáñez, haciéndola propiedad privada para así poder ser enterrado donde quiera. Aunque se hará una cripta finalmente, esta y los restos de Chávarri están bajo el altar.
Cerrada a cal y canto, es posible visitar la iglesia, así como el tesoro que se descubrió hace unos años. Y es que durante la restauración del retablo de la parroquia, emergió en toda su grandeza un grandioso fresco renacentista visitable con reserva previa con la agencia local de Leykatur.
Por cierto, Chávarri no dejó al pueblo sin iglesia. Pagó la construcción del ejemplar con torres rojas que aguarda en pleno centro de la aldea. Además, añadió dos escuelas en la parte de atrás, las cuales estuvieron subvencionadas por la fortuna del benefactor hasta la década de los 60 del siglo pasado.
DE MADRID A CARRANZA
Quizá, solo quizá, la inmensidad de las acciones de este benefactor también tuvieron que ver también con la competencia de otro atesorado vecino. “Se buscaba ser el hijo ilustre del pueblo y las malas lenguas dicen que había competencia entre Chávarri y Miguel Sáinz Indo por serlo", cuenta Leyre.
“Dentro del movimiento indiano hay quien no se fue a las Américas". Es el caso de Miguel Sáinz Indo, otro carranzano que promovió numerosos proyectos urbanísticos tras mudarse a Madrid.
Cuenta Leyre que el señor en cuestión se encargó de comprar terrenos en los arrabales de Madrid y convencer a la cosmopolita burguesía de que ese nuevo barrio era la moda. Y así fue. La reventa de las edificaciones le hizo nadar en tal abundancia que, se cuenta, en su demolido palacete “había hasta cuadros de Goya”. Si os estáis preguntando qué arrabales eran, eso es hoy parte del Paseo de la Castellana. “Aún queda algún tilo de los que plantó”, detalla la guía.
Pero lo interesante de esta historia conduce a Carranza de nuevo, donde el señor Sáinz creó una fundación para que 20 niños al año se pudiesen ir a América.
Un billete de ida en barco, un pequeño remanente de dinero para los primeros días y una maleta con dos atuendos, uno de trabajo y otro de traje, "pues no se les tenía que olvidar que iban a trabajar, y muy duro, pero que también tenían la posibilidad de crecer y hacer negocios", era lo que el otro gran ilustre de la zona regaló a sus vecinos. “Hoy aún puedes encontrar alguno de esos indianos vivos, a sus 80 años, que se fueron con los fondos de Sáinz Indo hasta bien entrado el siglo XX”.