Ayer moría, en tierra vasca de Kanbo (Lapurdi), Martxel Tillous.
Conocimos a Martxel en su último destino, cuando llegó a Estados Unidos --sería 1995-- para tomar el relevo de aita Jean Eliçagaray como sacerdote enviado por la diócesis de Baiona para el puesto de capellán de las comunidades vascas de ese país. Su parroquia, la más amplia en kilómetros de las que tiene encomendada cualquier cura diocesano vasco: el conjunto de EEUU. Y sus parroquianos, el conjunto de los vascos católicos norteamericanos.
Recuerdo cómo coincidieron por varios meses el capellán saliente, Eliçaragay, y el entrante, Tillous. La transición se hizo de manera adecuada, y el primero se tomó el tiempo de ir presentando al nuevo cura en las diferentes comunidades vascas. Lo recuerdo, por ejemplo, en Gardnerville (Nevada), coincidiendo con el Kantari Eguna. Tenía yo en aquel momento un programa en Euskadi Irratia sobre Vascos en América, y realicé una última entrevista al saliente y una primera al entrante. Fue aquella --ante el micro y fuera de él (a Martxel no le gustaban los micros)-- la primera vez que conversamos, al menos largamente.
Martxel --aita Tillous-- llegaba tras cuatro años como capellán de los vascos de París y su Euskal Etxea, puesto trampolín o preparatorio del salto al otro lado del Atlántico para quienes han sido capellanes vascos en Estados Unidos. En su caso, el lugar y el destino previo a París que le había marcado en su forma de ser y de ver la vida fue su estancia de 26 años en Africa, en Costa de Marfil, como misionero diocesano. Desde entonces, muchos le decían que era africano, y él lo llevaba con orgullo.
Aita Martxel no ha sido un cura convencional, sino una persona de espíritu libre, entregado a los demás, de buenos sentimientos, como buen vasco un poco kaskagogorra, trabajador y dedicado, y persona de increible fortaleza y aguante físico, puesto que a la edad en que otras personas alcanzan la jubilación, él se dedicaba a atender a su feligresía, allá donde estuviera, aunque para ello tuviera que dormir constantemente en su furgoneta --la primera Tximista, la segunda Pottoka--, recorriendo larguísimas distancias, para participar hoy en un bautizo en Chino, mañana por la mañana oficiar una misa en San Francisco, por la tarde asistir a un enfermo en Reno y viajar pasado para dirigir un entierro en Rock Springs, Wyoming, pongo por caso. Hablo de distancias de miles de kilómetros. Dormía muy pocas horas y --parte de su herencia africana-- lo hacía frecuentemente y a gusto en un saco de dormir en el suelo, a la intemperie sobre la hierba o en el espacio habilitado para ello dentro de su Pottoka.
Nacido en
, población que administrativamente pertenece al Bearn, pero que es culturalmente vasca, aita Martxel era un vasco nativo, zuberotarra, orgulloso de serlo y gran euskaltzale (vascófilo). Se definía asimismo como abertzale, lejos de siglas y partidos. Le disgustaba, por ejemplo, que algunos mapas de Euskal Herria no incluyeran su localidad natal --en la que él había mamado desde pequeño el euskera y la cultura vasca--, como parte del país de los vascos.Destaquemos como detalle significativo, su condición --adquirida en Africa-- de vegetariano; sobre todo en un mundo y una cultura --la vasconorteamericana-- asociada al pastoreo y las ovejas, en la que cada comida y cada picnic vasco entrañan a cada paso carne, de uno y otro tipo. Inicialmente les chocó, pero poco a poco fueron asimilando los vascos de EEUU que su nuevo capellán no comiera carne. Él era estricto y en muchos encuentros vascos no comía sino la ensalada. Por otro lado, recuerdo también haber acudido a cenar en varias ocasiones a casas particulares, en las que desconocían su opción, y en las que personas de edad le habían preparado con todo cariño platos que incluían carne, y él sin decir nada había 'cumplido' y probado la carne sin rechistar.
Creo que sería en su primer año en Estados Unidos, o quizás el segundo, cuando surgió la ocasión de viajar juntos por lugares del Oeste, donde, a pesar de no haber euskal etxea, sí existen comunidades vascas. Yo conocía, por haberlos visitado con anterioridad, familias y núcleos vascos en Montana, de modo que saliendo de Buffalo en Wyoming, llegamos a Miles City para visitar allí a un par de familias, más tarde a Sidney y Culbertson, y pasamos a Brockton, visitando a cada paso a personas vascas, normalmente de cierta edad. Avisados con anterioridad, en algunos de estos lugares la comunidad vasca local se reunía en una de las casas, en la que aita Martxel ofrecía la celebración de una misa breve en euskera. Salvo la parte religiosa, estas visitas eran cosas que yo solía hacer en mis recorridos, en los que entrevistaba a gente diversa para el programa de radio.
En aquel viaje, los mosquitos nos atacaron notablemente cuando visitamos en Glasgow a Gene Etchart. Recuerdo una velada muy agradable en un rancho con gente entrada en años en la que junto a los Bidegaray, nacidos en Euskal Herria y asentados de antiguo en la zona, y las hermanas Stepler, nacidas en Montana de madre vasca, nos dimos a cantar canciones tradicionales, acompañados por Martxel y su xirula y por mi acordeón diatónico. Llegamos también y pernoctamos, en pleno Oeste aislado y rural, alMatador Ranch, formado por tierras propias y rentadas a la reserva india y al gobierno, superior en tamaño a varias de las provincias vascas --decían--, regentado por una cuadrilla de vascos de Aldude y Banka (Baja Navarra) y un natural de Elgoibar (Gipuzkoa).
Tras unos primeros años de adquirir conocimiento del terreno, Martxel fue aprendiendo inglés y familiarizándose con el que habría de ser por casi catorce años su nuevo --amplio-- lugar de trabajo y residencia. Éso también tenía en común con algunos de los emigrantes de edad que visitaba: conocía en primera persona las sensaciones de quien abandona su propio país, lengua y cultura, para pasar a vivir a un nuevo contexto, en muchas ocasiones y sobre todo inicialmente, hostil, hasta culminar un cierto proceso de adaptación.
Martxel tenía asignada su residencia en San Francisco, en una casa ofrecida por alguien de la comunidad vasca. Pero no le gustaba vivir solo. De modo que al cabo de un cierto tiempo planteó al Centro Vasco la posibilidad de que le asignaran una habitación en el primer piso de la euskal etxea. Era sólo una habitación, pero allí estaba en medio de la gente y la actividad cotidiana de la comunidad vasca. Martxel era una persona solitaria a quien le gustaba estar rodeado de gente.
También era persona generosa, y buen amigo. En una ocasión, habíamos quedado para viajar juntos desde San Francisco al picnic vasco de Seattle, donde pernoctaríamos en casa de una buena amiga, Michelle Errecart. Por la razón que fuera Tximista o Pottoka estaba en el taller, y me sorprendió habiendo adquirido billetes de avión para los dos, por lo que volamos a Seatlle para estar 23 horas, de cinco a cuatro de la mañana del día siguiente. Era despistado --yo también lo soy-- y tenía algún ángel de la guarda que velaba por él en sus continuos recorridos por las rutas del país. No simpatizaba con loskaiateak (coyotes), apelativo con el que denominaba a los sheriff, policías y patrullas de carretera. No llegó a tener muchas multas, a pesar de los cien mil o más kilómetros o millas que realizaba anualmente.
Sobre su generosidad, cómo olvidar el par de ocasiones en que insistió en cederme su habitación de la Euskal Etxea de San Francisco, para dormir él mismo en un saco sobre una colchoneta en el suelo de la contigua biblioteca. O la especial atención que dispensaba a los niños, con representaciones navideñas, o regalando txistus a quienes veía que tenían interés en aprender el instrumento.
A los pocos años de llegar se incorporó como permanente profesor de txistu al Udaleku de NABO. Gracias a él han aprendido nociones de txistu varios cientos de niños y niñas norteamericanos, al tiempo que en varias euskal etxeas ha logrado formar a txistularis jóvenes, facilitándoles además material, partituras, etc. También ha dirigido hasta el pasado año la Coral Vasca de San Francisco.
Como cura, atendía a todo aquel miembro de la comunidad que se lo solicitara, no importando dónde residiera o si para ello había que recorrer de punta a punta el Oeste en un tiempo mínimo. Parecía no precisar dormir. Puede decirse que casi vivía en la carretera. No hay comunidad o lugar con presencia vasca a la que no se haya desplazado.
Martxel no se llevaba del todo bien con la autoridad y prefería el trato con los más humildes. Mantenía sin embargo buena relación con el Gobierno Vasco y estimaba, por ejemplo, las visitas al país de Ibarretxe o de Miren Azkarate, por citar dos ejemplos. Tampoco le gustaba recibir honores, si bien en los últimos hubo de recibir unos cuantos, por parte de un buen número de centros vascos, de NABO, del Gobierno Vasco...
Sobre todas las cosas, ha sido un hombre bueno. Cuando se percató de que el Obispado de Baiona no tenía ningún recambio para él y que él estaba llamado a ser el último de la saga de curas enviados a Estados Unidos para atender a las comunidades vascas, intentó por todos los medios que el testigo de Baiona fuera recogido por alguna otra de las diócesis vascas. Hay que señalar previamente que él había llegado por estricta obediencia a Estados Unidos, porque estaba muy lejos de su deseo pasar a residir a Norteamérica e inicialmente no veía nada clara la necesidad y petición por parte de sus comunidades vascas de un cura euskaldun.
Una vez en el país, cambió de opinión al comprobar la intensidad y las características de la labor y las tareas que realiza el capellán vasco al atender a emigrantes y a vascoamericanos en su propia lengua y sus mismas coordenadas culturales. Decidido a luchar por la posibilidad de lograr un recambio para sustituirle, logró que su obispo, Moleres, y los dos vicarios generales de la Diócesis de Baiona viajaran a Estados Unidos y les mostró las necesidades de las colectividades vascas, a pesar de lo cual la realidad de la falta de vocaciones en el propio País Vasco volvió a imponerse en la respuesta negativa. Lo intentó asimismo en Hegoalde, y consiguió que el obispo auxiliar de Bilbao, Karmelo Etxenagusia, viajara al Oeste a conocer 'a su feligresía norteamericana'. La misma falta de vocaciones para atender las necesidades pastorales en el propio País Vasco ocasionó una nueva respuesta negativa, a pesar de lo cual Etxenagusia realizaría un segundo viaje para atender al menos de ese modo y como obispo a la colonia vizcaina en el Oeste. Más tarde, lograría también que el vicario euskaldun de la Diócesis de Pamplona se desplazara a EEUU, sin resultados prácticos más allá de la concienciarse de lo justo de la solicitud.
A consecuencia de ello, su retorno al País Vasco --que él anhelaba-- fue retrasándose más y más, al no querer dejar sin sacerdote euskaldun las celebraciones y la vida vasca de las comunidades norteamericanas. Él ha sido, por mucho, el sacerdote de los enviados por la Diócesis de Baiona que más tiempo ha permanecido en EEUU, casi catorce años, contra los ocho que había permanecido aita Jean-Pierre Cachenaut. En ésas, le descubrieron el cáncer, gracias a la actuación de su colega sacerdote Xipri Arbelbide --con familia asimismo en California y otros lugares de la Diáspora-- que ante ciertos dolores logró que en su estadía en Euskal Herria a fines del 2007 fuera al médico antes de retornar a Norteamérica.
Fue así operado en diciembre de 2007 y al poco le visité en el hospital de Baiona en que estaba ingresado. Aún débil, ya había hecho planes inequívocos para volver aquel mismo febrero a San Francisco y participar de los actos del aniversario del Basque Cultural Center de la ciudad y recibir en su transcurso al lehendakari Ibarretxe. Posteriormente, a través del 2007 ha seguido de algún modo el tratamiento impuesto, si bien ha viajado y ha seguido atendiendo diferentes labores de su tarea pastoral en EEUU. El pasado mes de agosto-septiembre asistía, por ejemplo, y celebraba misa en la Convención y Festival Vasco de NABO en Chino, California, así como en otros lugares.
Este pasado mes de enero la página web de NABO publicaba una carta abierta, en la que se despedía ya de sus feligreses vascoamericanos y de la comunidad vasca y amigos en general.
Era un enamorado del medio natural, de los montes y de la naturaleza, en la que le gustaba perderse y disfrutar del sol.
Le visité por última vez el pasado domingo, en la clínica de Kanbo en la que había venido a morir desde el hospital en Las Landas en el que estaba. No sé si podía oir o entender. Xipri Arbelbide, el cura amigo que, junto a su familia, le ha acompañado en todo momento desde que le descubrieran la enfermedad, decía que sí, que aunque no podía hablar mantenía la mente intacta. En todo caso, entre otras cosas le trasladé el abrazo de varios de sus amigos norteamericanos que así me lo habían pedido.
Dos díás más tarde nos dejaba. Sabía que estaba a punto de ocurrir, pero me ha entristecido más de lo que pensaba. Martxel tenía 74 años, que no aparentaba, ni físicamente ni por su actitud vital, dinámica, en la que seguía elaborando planes.
Los funerales serán este viernes, a las tres de la tarde en la iglesia de su pueblo natal,
, en Zuberoa.