Las chiquilinas de mi colegio en Montevideo, en el patio del recreo, hablábamos de los antepasados. Había quienes remontaban su familia a los tiempos de los charrúas, acordando un pasado vago e ilimitado con Tabaré, poema épico de Zorrilla de San Martín, que en versos bellos se habla del amor de Tabaré y la española Blanca, explicando el mestizaje. Otras hablaban del tiempo del héroe de la Independencia, José Gervasio Artigas, quien dirigió el Éxodo del pueblo de las mil carretas desde la asediada Montevideo a las Misiones, hacia el norte. Había quien hablaba de un antepasado vasco dinamitero de la Guerra Grande, mediado el S.XIX... pero casi todas comentaban de abuelos más recientes, emigrantes de Europa. Alguna mencionaba un abuelo pastor vasco; pero ninguna de ellas podía decir que sus padres llegaron al Rio de la Plata, el Paraná Guazú, pasajeros de cuatro barcos y en plena 2ª Guerra mundial.
Empezaba mi relato recordando la Gran Semana Vasca de Montevideo, octubre, 1943, cuando mis aitas llegados a Montevideo en el cuarto barco de su periplo y, siendo yo una beba, protagonizaron junto a sus compatriotas, una exhibición inédita de lo que era el pueblo vasco, de su lucha contra los fascismos militares imperantes en Europa, el español y el alemán, y su audacia de seguir siendo pueblo vasco pese a pertenecer a dos administraciones diversas (Francia y España) y mantener intactos costumbres, usos y lengua que podían datar de miles de años, de antes de Roma. Tras una serie de conferencias y actos expusieron su historia, danzas y música. Los hasta entonces silentes vascos ondearon su bandera nacional, la Ikurriña, en público, junto a las banderas de Argentina, Chile y Uruguay en el desfile glorioso por la avda 18 de Julio con el presidente uruguayo, Juan José Amézaga, a la cabeza de tamaña reclamación, en plena guerra mundial.
Mis amigas insistieron en saber la historia de los cuatro barcos, así que en aquella tranquila tarde de Montevideo, anunciándose el calor del verano que nos venía y a la sombra de un ceibo blanco, relaté por primera vez el viaje del Alsina que tantas veces mis aitas narraban en casa, conteniendo el asombro por haberlo vivido, quizá mas por haberlo sobrevivido. El Alsina fue un trasatlántico de la compañía francesa Société Genèrale de Transports Maritimes, dedicado a la tarea de llevar gente a América. Fue hundido en 1941, en la bahía de Algeciras, fiel a su tarea salvadora.
Antes, un 15 de enero de 1941, permanecía anclado en el espigón nº 7 del puerto de Marsella, dispuesto a zarpar, escoltado en convoy, rumbo a América. Francia, dividida en dos zonas, la atlántica ocupada por los nazis, y la de Vichy, no era territorio seguro para los vascos que, tras la caída de Bilbao en junio de 1937, se encaminaron, en número de doscientos cincuenta mil, al refugio deparado por Francia, esperando un retorno más o menos rápido a Euskadi. El estallido de la guerra europea y la fulminante ocupación alemana les quebrantó la esperanza. Huyeron de París, Burdeos e Iparralde donde residían, formando parte de la caravana dolorosa que a pie o en bicicleta, de París a Marsella —semejante al del Éxodo de Artigas, aunque en dirección norte sur— ocupó las carreteras, debido al colapso de las vías férreas.
La diversidad de los pasajeros del Alsina —apurada por el rumor de que podía ser el último mercante en zarpar a América, ya comenzada la Batalla del Atlántico— rebelaba la angustia de aquel tiempo europeo: un importante número de judíos con pasaportes alemanes, belgas, checos, franceses, holandeses... y que advertían de los primeros zarpazos del Holocausto era seguido por un grupo de republicanos españoles bajo la figura del venerable expresidente de la II República Española, Niceto Alcalá Zamora y familia, quien decidió la expatriación amparado por una autorización expresa del Gobierno francés. Los vascos, un grupo aparte, ocupantes de la tercerola del barco, fueron avisados de su partida por el Gobierno vasco. Llegaron a Marsella a finales del 40 para escapar de aquella jaula de locos y desesperados en que se había convertido Europa, al decir del poeta Tellagorri.
Los vascos dejaban atrás las casas natales, familias y amigos, el respiro económico logrado en sus vidas trabajadoras. Contaban una media de edad de cuarenta años. Algunos detentaban importantes cargos políticos y eran abogados, compositores, escritores, industriales, médicos... y llevaban con ellos a sus esposas e hijos pequeños o adolescentes, pues a última hora se les dejó entrar en el barco. Permanecían en Marsella en la vigilia angustiosa de mantener sus documentos al día y comprar tanto comida como pasaje. Ostentaban pasaportes emitidos por el Gobierno Vasco en el Exilio, avalados por la II República Española. Pero ambas instituciones no existían tras la ofensiva franquista.
Las autoridades españolas, advertidas de la partida del barco, actuaron con urgencia, removiendo a las francesas. Enviaron a un esbirro de apellido Urraca que en un informe a la Embajada de España en Paris advirtió que gracias a sus acciones el barco retrasó la partida a las 9:00 de la noche del 15 de enero, afirmando que los últimos en abandonar el Alsina fueron él y el inspector francés de policía, Mr. Druillet, reiterando su revisión exhaustiva de papeles y enseres de los pasajeros, cuya lista anexiona. No era gran cosa.
Contabilizó 190 españoles, para él compatriotas, pero se anotaba el triunfo de impedir la partida de algunos, a los que condenó a campos de concentración y repatriación a España para responder por su acto delictivo: no apoyar la rebelión militar. No tembló la mano de Urraca en su informe al anunciar que a esos rojos les era necesario un castigo por su desobediencia y asegurando que lo importante era …Mantenerles en estado de inquietud y zozobra merecidas por el mal causado o sea, la no adhesión al régimen militar. Ellos sobraban en una Europa acuartelada por los nazis que se sirvieron de la península ibérica, con total apoyo del Franco, como campo de ensayo bélico. Que arrasaron Gernika, símbolo de la Libertad, bombardeo civil que sirvió luego para la destrucción de ciudades europeas y asiáticas. Y que completó los 2.000 bombardeos sufridos por la Bizkaia resistente.
Partió pues el Alsina ese 15 de enero de 1941, para un viaje anunciado de quince días y que, por razones de la tibieza francesa en relación a Alemania, endureció los permisos británicos, impidiéndole cruzar el Atlántico, a falta del Navy Cert requerido. Por tal conflicto burocrático, aquellas personas, mis aitas entre ellas, estuvieron retenidas meses en la rada de Dakar, a bordo del Alsina, sin alimentación apropiada y sin seguridad ninguna, aunque pusieron todo su empeño en cuidar de los niños y en no desmerecer de sus atuendos, remendados y alisados una y otra vez con diligencia; fueron enviados a campos de concentración en el interior de Marruecos y, finalmente, accedieron a América en el vapor Quanza, de bandera portuguesa, recalando en Veracruz y La Habana, a finales del 41. La guerra europea que dejaron atrás, se hizo mundial tras el bombardeo de Pearl Harbor.
Padecieron condiciones angustiosas, pero ninguno flaqueó. No es fácil encontrar en los múltiples barcos de refugiados a América en aquel tiempo, uno en el que se escribieran tres libros, dos de poesías, y en el que un adolescente pintara los sucesos, un hecho de por sí extraordinario.
Sonó la campana llamando a clase y abandonamos la sombra del ceibo blanco. Ahora que publico mi novela ultima, Cartas desde la Libertad, que tiene como fondo los sucedidos del Alsina y el Quanza, en esta hora de mi madurez, los recuerdos recorren a la inversa del camino de las mil carretas de los orientales de Artigas. Pero unos y otros, en siglos diferentes, reclamando Libertad.