Miguel Arregui. En el País Vasco el campo da la impresión de ser rico y fructífero, y las casas y las aldeas están limpias y parecen prósperas, escribió Ernest Hemingway en su novela Fiesta (The Sun Also Rises), de 1926, que transcurre entre París y los Sanfermines de Pamplona. Casi un siglo después, las cosas en el País Vasco parecen igual.
Los vascos, una nación histórica, pueblan una comunidad autónoma del norte de España, una parte de Navarra, y el sudoeste de Francia, en el departamento de los Pirineos Atlánticos.
Los campesinos vascos, que tienen rostros angulosos, como cortados a hachazos, producen alimentos en terrenos que cuelgan casi verticales de los Montes Vascos y de los Pirineos.
Los peregrinos que hacen el Camino de Santiago sufren los indecible para remontar los 26 kilómetros que llevan desde Saint Jean Pied de Port, en Francia, hasta Roncesvalles, en la cima de los Pirineos, ya en territorio español. En esa zona el camino es verde y empinado.
Las viviendas rurales de los vascos son siempre grandes, blancas, con techos de teja y puertas y postigos pintados invariablemente de rojo sang du bœuf (sangre de buey).
Viendo semejante belleza, uno se pregunta cuán mal debieron estar las cosas en el siglo XIX para que una buena parte de los vascos de los dos lados de la cordillera pirenaica, en Francia y España, lo dejaran todo y navegara hasta 10.000 kilómetros, hacia tierras desconocidas en el fin del mundo (1).
Harto de esta suerte
Durante el siglo XIX y principios del XX, Europa expulsó decenas de millones de personas. Los vascos, como tantos otros pobladores de Europa —desde rusos a irlandeses, pasando por judíos del Báltico, suecos o paisanos de Italia— huyeron por la falta de oportunidades, las tensiones nacionalistas y religiosas y la discriminación, cuando no del hambre liso y llano. Hallaron paz, alimento y una nueva patria en las colonias o ex colonias europeas de América, África del Sur y Oceanía. Ese gigantesco éxodo alivió en parte las tensiones en Europa y expandió su cultura hasta los confines.
En un museo de Bilbao se exhiben unas coplas populares que hablan por todos los vascos emigrantes:
• Me marcho a América por voluntad propia
• con la esperanza de vivir mejor que aquí.
• Es que estoy tan harto de esta suerte...
• Adiós padre y madre, que viváis bien.
• Ya tengo un hijo allá en América
• que partió hace seis años;
• si acaso te encuentras con él,
• dile que aún el padre vive.
• tomo café dos veces al día;
• paseo a caballo cuando me place;
• no me falta comida ni bebida, ni qué decir salud.
• Padre, ¡si todo eso fuera en Donostia!
La emigración vasca se dirigió a América Latina, en especial al cono sur, aunque también llegó hasta California y Alaska, en América del Norte.
Los vascos en Uruguay y Argentina
Pastores de los valles pirenaicos y de Vizcaya comenzaron a emigrar al Río de la Plata entre 1820 y 1830. También había picapedreros, herreros y pescadores.
Varios miles de vascos llegaron a Montevideo durante la Guerra Grande y combatieron en los dos bandos enfrentados.
Entre las fuerzas sitiadoras de Montevideo, los blancos y federales liderados por Manuel Oribe, se contó un batallón de vascos. Y entre los defensores de la capital uruguaya, que permaneció cercada por más de ocho años, se hallaban colorados orientales, unitarios argentinos, y fuerzas multinacionales como la Legión Italiana de Giuseppe Garibaldi, o la Legión Francesa, que incluyó muchos vascos.
El artista inglés Robert Elwes, que pasó por la ciudad durante la guerra, escribió en 1853: “(Montevideo) se ha convertido en una especie de refugio para todos los vagabundos descontentos de todos los países de Europa. Ingleses, franceses, italianos, alemanes, vascos, van allí como mercenarios, se llaman a sí mismos patriotas y consideran que están luchando por la libertad del país”.
El flujo desde Vasconia o Euskal Herria se redobló entre el fin de la Guerra Grande, en 1851, y el Militarismo (1876-1890).
Tanto el gobierno uruguayo como empresas privadas pusieron en práctica programas para atraer inmigrantes europeos y radicarlos en la tierra.
En la década de 1860, aún antes de la era del alambrado y del ferrocarril, en condiciones muy difíciles, se inició en Uruguay el apogeo de los pastores y de los lanares. Los pastores de origen vasco, además de algunos alemanes, irlandeses e ingleses, manejaron enormes rebaños. Ellos cobraban con un porcentaje de los corderos sobrevivientes, un sistema que ahora se denomina de “capitalización”.
En las décadas finales del siglo XIX, durante buena parte del siglo XX, el principal bien exportado por Uruguay fue la lana ovina, muy por delante de los cueros y de las carnes saladas (charqui o tasajo), o las carnes congeladas y enfriadas.
Los pastores vascos, junto a los agricultores piamonteses, suizos e italianos, fueron decisivos para la gran prosperidad que alcanzó Uruguay después de la Guerra Grande, que implicó un amplio proceso de arraigo y ascenso social para legiones de inmigrantes.
Los vascos, con fama de duros y rectos, pronto fueron propietarios de ganados y tierras en las interminables y desiertas llanuras del Río de la Plata. Se estima que casi el 10% de la población uruguaya contemporánea tiene ancestros vascos.
Las provincias vascas del lado francés de los Pirineos quedaron casi despobladas por la emigración. Los vascones desertaban en masa del ejército de Francia, que no sentían como su patria, dejaban su pedazo de tierra a los hermanos mayores, según las reglas del mayorazgo, y se embarcaban en Bordeaux, Bilbao o San Sebastián (Donostia).
En la chocolatería Laia, en Saint Étienne de Baïgorry, cuentan que todos los pobladores de la cercana región de Aldudes, una ladera de piedra cerca de la cima de los Pirineos, emigraron a América del Sur antes del 900. Primero se marcharon dos o tres, los pioneros y exploradores, y luego llamaron a los demás.
Pamplona
Pamplona, capital de la Comunidad de Navarra, es una urbe mediana, de unos 250.000 habitantes, elegante y próspera. La ciudad es célebre por su fiesta de San Fermín, una orgía de vino, toros y corridas que se extiende entre el 6 y el 14 de julio. Muchos de sus pobladores son vascos, que en familia hablan euskera, una lengua endemoniada, sin conexión con ningún otro idioma conocido.
Hay muchos católicos prácticos en Navarra, como seña de identidad cultural.
Un martes de noche, en un restaurante del Centro Histórico, una mujer que bebe una jarra de vino con sus amigas, grita al teléfono: “¡Fuimos a misa y ahora comemos algo!”.