Óscar Álvarez Gila. La ikurriña es, hoy en día, el símbolo vasco más universalmente reconocido. Aunque todavía haya momentos en los que reaparecen viejos prejuicios –como, por ejemplo, ocurriera en el certamen de Eurovisión en 2016–, la ikurriña ha adquirido en nuestra sociedad un altísimo grado de consenso, siendo aceptada por una inmensa mayoría de la ciudadanía como la plasmación visual de la identidad vasca. La bandera bicrucífera y sus tres colores –rojo, verde y blanco– están ya integrados en nuestro universo mental como genuinos sinónimos de la vasquidad. Pero, como ocurre con todas las propuesta simbólicas que en el mundo han sido, y muy especialmente las que quieren representar identidades nacionales, el recorrido desde su creación hasta su total aceptación ha pasado por una evolución larga y, en ocasiones, dificultosa.
Aún hay críticos que no dudan en achacar a la ikurriña su carácter artificial, como si no fuera cierto que todos los símbolos lo son, ya que fueron creados en un determinado momento histórico, en muchos casos en abierta competencia con otros símbolos alternativos. Todas las banderas tienen su propia historia, comenzando por su fecha de nacimiento, y en esto la ikurriña no es una excepción. Desde que ondeara por vez primera en el Euzkeldun Batzokija de Bilbao en 1894, pensada por los hermanos Arana como bandera de Bizkaia, el uso de la ikurriña fue extendiéndose de un modo progresivo, hasta que en 1936 con la creación del primer Gobierno autonómico vasco se reconoció de forma oficial lo que entonces ya era una realidad social, pasando la ikurriña a ser la bandera legal de Euskadi.
Ilegalizada por el franquismo, el Estatuto de Autonomía de 1979 le devolvió su carácter oficial para la Comunidad Autónoma Vasca, siendo además amplio su uso en Nafarroa e Iparralde como representación común de la identidad vasca. Muchos de los críticos antes mencionados también atacan a la ikurriña diciendo que es un símbolo político. Evidentemente, todo símbolo nacional es, ante todo, político; aunque más bien parece que esos mismos críticos lo que quieren es identificar la ikurriña como un símbolo partidista. No fue este nunca el ánimo de sus creadores: desde su concepción inicial, la ikurriña y el conjunto de banderas creadas por los hermanos Arana no eran emblemas de partido, sino propuestas simbológicas generales, tanto para Bizkaia como para el resto de territorios históricos y el conjunto del país. En todo caso, sí que es preciso reconocer que durante las primeras décadas de uso y difusión de la ikurriña la bandera estuvo estrechamente ligada al nacionalismo vasco, que eran quien la usaba y reivindicaba, haciendo que en cierto modo se identificara la parte con el todo, el partido con la nación.
Mientras esto ocurría en Europa, las colectividades vascas que por entonces florecían en diferentes países americanos, podemos decir que iban un paso por delante en cuestiones de representación simbólica.
Experimentos simbólicos
Cuando se crearon las primeras instituciones asociativas organizadas de la diáspora vasca, en el último cuarto del siglo XIX, los vascos se percataron de que, a diferencia de los inmigrantes de otras naciones con Estado o sin Estado, carecían de una simbología común reconocida y aceptada. No es que aún no se hubiera creado la ikurriña, es que no existía ninguna bandera vasca como tal. Por este motivo, desde la década de 1880 los vascos en Argentina, Uruguay o Cuba comenzaron a hacer una serie de experimentos simbólicos, con mayor o menor fortuna, todos ellos con el objeto de cubrir la necesidad de contar con un símbolo que representara al pueblo vasco en su conjunto.
Es en este contexto que llegó la ikurriña muy tempranamente a América: ya en la primera década del siglo XX encontramos los primeros ejemplos de ikurriñas, usados por revistas vascoamericanas o por algunas asociaciones vascas de la diáspora. Pero al igual que estaba ocurriendo en el propio País Vasco, su uso quedó inicialmente circunscrito a entidades e iniciativas periodísticas directamente ligadas al nacionalismo vasco. Y así, al igual que en el País Vasco, fueron muchos quienes aún la identificaban más como enseña de partido que como bandera nacional.
Hasta que nos situamos en 1921, en la ciudad de Buenos Aires, donde la ikurriña dio su primer paso para trascender del mundo nacionalista y convertirse en lo que siempre quiso ser, la bandera vasca. Y para ello nos tenemos que acercar al centro vasco más veterano de Argentina, y uno de los más antiguos de América: el Laurak Bat. Creado en 1877 por un grupo de vascos inmigrantes que, movidos por el impacto de la abolición foral un año antes, hizo un llamamiento a los vascos de Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nafarroa para que, a imitación de los inmigrantes de otros países, se asociaran en una institución abierta a todos, con fines recreativos, sociales, culturales y deportivos.
Para 1921 era ya una institución de gran arraigo en la colectividad vasca de la capital argentina, con un elevado número de asociados, y que a pesar de no ser un centro de carácter político, en su seno se reflejaban y vivían con intensidad los debates que marcaban la evolución de la sociedad vasca. De este modo durante años, y especialmente en la década de 1910, en las renovaciones anuales de la junta directiva siempre había ganado una candidatura vinculada al tradicionalismo. Pero para la renovación generacional había llevado a que surgiera una candidatura alternativa, más alejada del españolismo imperante en ese momento y cercana al nacionalismo vasco. Y en las elecciones de 1921 esta candidatura, finalmente, venció.
Pronto se hicieron notar los cambios. En abril, la junta directiva decidió volver a publicar el boletín de la entidad, con un número en cuya portada, a todo color, se situaban en pie de igualdad la bandera e himnos argentino por un lado, y la bandera e himno vascos por el otro. Sería el preludio del primer gran acto público que promovía la nueva junta, fijado para el sábado 9 de julio de 1921. La fecha no era una casualidad: como en la imagen de la portada anterior, tenía un gran significado tanto para Argentina como para Euskal Herria: la festividad de San Fermín, patrón de Nabarra, y la jura de la independencia argentina. Sería un fin de semana, dos días en los que se sucedería el programa típico de las celebraciones de la colectividad vascoargentina: discursos, un banquete social, poesía, música, danzas, romería y exhibiciones de deporte. Pero como acto inicial, la junta anunciaba en la revista La Baskonia que a las 10.00 de la mañana, en la sede social, se procedería a la bendición por el reverendo padre Miguel de Pamplona de dos banderas argentina y baska, ofrecidas a la sociedad por distinguidas damas. El señor José María de Larrea y su señora esposa apadrinarán este acto, en el que serán cantados los himnos argentino y basko en el momento del izamiento de las banderas. Y en la crónica posterior se indicaría que, seguidamente, Miguel de Pamplona –que era uno de los capuchinos profesores del colegio Euskal Echea de Llavallol– pronunció un elocuente discurso, a continuación en euskera el señor Antonio de Bereziartua y al final el doctor Tomás Otaegui, en términos fervientes y patrióticos que fueron muy aplaudidos.
La Baskonia recogió en sus páginas el contenido del discurso del padre Pamplona:
«¡Uníos, baskos! Hagamos que desaparezca para siempre esa distinción absurda y tendenciosa de basko-franceses y basko-españoles. Eso no debe existir, porque los baskos no formamos más que una sola familia. Los Pirineos no son una frontera que nos divide. Y como consecuencia de esta unión yo quisiera que esta casa fuera la casa de los baskos, de todos y que esas palabras que se leen en su frontispicio, Laurak-bat, se conviertan en estas otras más naturales: Zazpirak-bat».
No era la primera vez que se intentaba que fuera aceptada la ikurriña en un centro vasco (recordemos, no en una institución de corte político sino en una asociación de carácter eminentemente social, cultural y recreativo).
‘Primavera vasca’
Ya se había intentado en 1912 en Rosario, la segunda ciudad más poblada de Argentina, cuando se creó el centro Zazpirak Bat, pero fue tal la resistencia de un gran número de socios que se desató en su seno la primera guerra de banderas que conocieron los vascos, mucho antes de las que se vivieran en nuestros ayuntamientos hace unas décadas. Ahora, sin embargo, los cambios generacionales habían propiciado que el resultado en Buenos Aires fuera muy diferente, y que –como afirmaba ufana la junta directiva del Laurak Bat–, este centro fuera «ya una rama de la primavera vasca, del renacimiento vasco y bien se ve que comienza a florecer y a fructificar». A partir de ese momento, la ikurriña pasaría a ocupar el lugar de honor en su sede social, ya como la genuina bandera vasca.
Muy pronto, el ejemplo se extendió por Argentina y otros países. A fines de ese mismo mes de julio, los vascos de Arrecifes deciden ondear la ikurriña en la celebración de las fiestas de San Ignacio, lo que nos proporciona la primera fotografía que tenemos del uso de la ikurriña en este contexto. Y el 2 de octubre, en un gran festival vasco en Burzaco flameaban las banderas argentina y vasca, y a la sombra de estas se bailó el aurresku tradicional. Era un camino sin retorno: cuando se pidió el dictamen a Eusko Ikaskuntza, en 1931, respecto a si la ikurriña debía ser considerada la bandera vasca, uno de los argumentos que dio en su favor es que los vascos de América ya la usaban como tal. La propuesta de los hermanos Arana ya era, cuatro décadas más tarde, una realidad aceptada por el pueblo vasco y su diáspora.
1921-2021. El año que viene se cumplirá un siglo desde que los vascos del Laurak Bat de Buenos Aires dieran este pequeño pero significativo paso en la historia de la ikurriña. ¿No sería de justicia que hiciéramos un reconocimiento, como se merece, a este acto y la institución que lo promovió?